Las emociones en ese momento de la vida surcan por el miedo, la incertidumbre y el hecho de entender que el ser querido enfermo y todo el entorno familiar, lo pasará mal y sentirá impotencia.
Enfrentarse a la enfermedad de una madre o de un padre es uno de los momentos más difíciles que alguien experimentará en su vida, porque, aunque es fácil decirse a uno mismo que es ley de vida y nacemos siendo conscientes de que lo natural y lo que previsiblemente sucederá es que los hijos sobrevivamos a nuestros progenitores, llegado el momento todo eso se disipa.
Pedir ayuda tampoco es fácil porque no todo el mundo está dispuesto a volcarse en una labor tan ardua, y los profesionales están para lo estrictamente clínico y el resto, aunque suene duro, es un “búscate la vida”, como muchos hemos hecho.
El tiempo pasa lento y deprisa al mismo tiempo y en todas esas intensas horas que trascurren a diario, el cuidador se va desatendiendo sin apenas darse cuenta, para procurar dar lo mejor a la persona que atiende, a quien quiere. Desde luego, no todo es de color rosa y habrá días donde no se logre mantener una actitud dispuesta y conciliadora y frecuentemente, uno puede sentirse derrotado, saturado y con ganas de desaparecer por un rato.
Una etapa difícil
Todo esto lo conoce bien Lourdes, gallega, docente de 42 años quien ve a diario desde hace cinco meses como su madre de 76 años se está apagando por una severa enfermedad. Se ha llevado a su madre con ella, a su casa, donde comparte vida con su pareja desde hace cuatro años y se organiza con sus dos hermanos para atenderla. Están buscando asistencia a domicilio: “Solicitar la ayuda de un profesional es un trámite que a algunas de mis amigas les ha llevado entre un año y dos, entonces, preferimos hacernos cargo los tres hijos de los gastos. De lo que nos hemos informado, la empresa más económica son unos 80 euros por 3 días a la semana un par de horas”, asegura.
A muchos hijos les cuesta afrontar todo lo que supone ese momento, sobre todo, por la dificultad de organizarse (pareja, hijos, casa, trabajo, ámbito social) con la vida del familiar dependiente. Esto limita y trastorna a la pareja o hijo.
La mujer añade que resulta desesperante ver el proceso y notar el deterioro. “Además de esto sientes que no puedes con todo y que estás sola al frente de algo que se te escapa a tu conocimiento (medicamentos, estado general del enfermo, analizar sus constantes vitales, comprobar otros síntomas…) sin haber estudiado una carrera de medicina o enfermería. Y saber con el miedo invadiéndote el cuerpo constantemente”, comparte.
El sentido de responsabilidad
Tanto Lourdes como muchas otras familias ven la etapa del envejecimiento con dependencia o la enfermedad como un deber, un “pasase lo que pasase en tiempos anteriores, el padre o la madre no pueden estar solos”. Para ella “resulta inhumano y no meritorio estar en esa situación”.
El número de personas mayores crece en la mayoría de países, según señala Naciones Unidas. El porcentaje de personas de 65 años o más edad aumenta a un ritmo más acelerado que el de los más jóvenes. También lo hace la esperanza de vida. Esto, lo que lleva a entender es que va en proporción el tiempo que alguien puede necesitar ayuda.
Si para los hijos es difícil, para los padres también, cuando no quieren dejar de ser ellos ni perder su autonomía. Lourdes cuenta que su madre (por ahora puede levantarse) quiere seguir yendo al baño y lavarse la cara, hacer sus necesidades o arreglarse en la medida de sus posibilidades sola como lo hacía antes, aunque tenga que estar sentada o tarde el doble de tiempo que cuando se encontraba bien.
Por este y otros motivos, los hijos han de hablar con sinceridad con sus padres mayores y escucharse para poder cubrir en la medida de lo posible lo que cada uno necesita. El «miedo», la palabra más repetida en la familia y que el enfermo siente, no puede paralizar. Pero existe: Hay miedo al futuro, al dolor, la soledad, la muerte, a depender de los demás y dolor por lo que no fue y jamás será.
Una espera que mata
Cuidar a un padre o una madre no tiene nada que ver con cuidar a tu propio hijo. Se llega a un cambio de rol a una edad avanzada y cuesta ver con otra mirada. Pero hay que hacerlo, hacerlo por el bien de todos y por no arrepentirse, por dar y recibir lo que quede, liberarse de lo que pesa y alcanzar la paz y el encuentro. El vínculo fuerte de amor en la familia es lo que dará al final la calma a todos, tristeza, pero calma.
“En el sector social de los centros de atención a la dependencia el tiempo es puro oro”, así es como inicia su consideración sobre el tema el doctor Vicente Botella Garcia del Cid, médico geriatra y vicepresidente de la Unión de Pequeñas y Medianas Residencias y Servicios a la Dependencia (UPIMIR).
Explica que es algo lógico, ya que tiene mucho que ver la fragilidad de los usuarios y el que tengan que esperar para ser atendidos en sus actividades básicas de la vida diaria. “Influye y hay relación en su deterioro cuando no pueden ser atendidos como precisan, bien por la carga de trabajo de los familiares o por la falta de adaptación y material técnico de ortopedia”, concreta.
Expresa que las listas de espera pueden ser sólo un número para muchos, aunque cambia cuando la dependencia recae sobre un familiar o nosotros mismos.
“Las listas de espera son a mi entender un flagrante delito de omisión de cuidados y maltrato institucional, de nuestra Administración y sus prioridades presupuestarias. No es ético ni moral esperar cuatro años en una “lista de la vergüenza” para que cuando consigues finalmente plaza, tu pronóstico de pervivencia sea inferior a dos años (estudio elaborado en las residencias públicas de Cataluña)”, asegura el doctor.
Desviando la atención
Para el especialista en geriatría, habría que poner el foco en la espera del enfermo y no aludir -como algo complejo de resolver- a la ratio de personal en los establecimientos residenciales. “Mi necesidad de personal y técnicos ira siempre ligada de forma inexorable a quienes sean y cómo se encuentren mis usuarios y estos demandarán más atenciones cuanto más esperen para ser atendidos de forma profesional”, comenta.
El doctor Botella apunta que el verdadero drama se encuentra en una persona con un grado III de dependencia y a sus espaldas una espera de dos años para obtener una plaza en una residencia. “¿Cuántos años de vida y calidad de la misma le resta al dependiente? ¿Qué hay de la tragedia añadida a la que sometemos a familias, las cuales trabajan y tienen viviendas escasas en espacio y adecuación y no pueden, por mucho que quieran, atender en condiciones a nuestros dependientes?”, dice.
La mirada se pone en las residencias y se culpa a su mal hacer y es que señala que “se las infrafinancia, se les pide lo inasumible y castigan a nuestros trabajadores con salarios de bajo rango, sin cumplir con la tesitura que la residencia es la sustitución del hogar”.
Para el profesional resulta sinónimo de una sociedad insolidaria, sin valores y carente de ética y moralidad.
Afrontar el momento
Diana Martín Ros, psicóloga general sanitaria y psicogerontóloga, comenta que no sólo se trata de la adaptación de la persona que pierde poco a poco sus capacidades, sino también del resto del sistema familiar.
Cuando una madre o un padre envejecen, suele estar añadida la pérdida de salud y resulta un momento difícil de afrontar para los hijos. “Por un lado está la confrontación con la realidad, es decir, aquella persona a la que tanto queremos va acumulando años y achaques… Por otro, el cambio de roles que empieza a sucederse. Los hijos pasan de ser receptores de cuidados a ser quienes cuidan, quienes están pendientes de visitas médicas, diagnósticos, medicación…, que todas las necesidades estén cubiertas, lo cual puede llevar a una sobrecarga del cuidador”, aclara.
Como especifica: “No todo el mundo está preparado para ese gran cambio y puede resultar abrumador y agotador”.
¿Qué sienten ambas partes?
Las repercusiones emocionales que se dan por estas alteraciones en las dinámicas familiares son variadas tanto en hijos como en progenitores. Algunas de las emociones, para Martín, que se pueden identificar son:
- Culpa: En hijos por no estar más presentes en los cuidados, no ser mejores… En padres y madres, por la sensación de ser una carga para sus hijos, impidiéndoles hacer la vida que tenían prevista. Esta culpa da lugar a sentimientos de tristeza, frustración o baja autoestima.
- Ansiedad: En ambos casos por el futuro. En los hijos, pensamientos sobre la futura pérdida y los miedos que provoca; en los mayores, preocupación por cómo afrontarán sus hijos la enfermedad y pérdida.
- Desesperanza y depresión: El agotamiento por las responsabilidades del cuidado, sin reservarse tiempo para el autocuidado, puede desencadenar episodios depresivos. En ocasiones, aparece frustración y resentimiento al intentar equilibrar las necesidades propias y las responsabilidades del cuidado.
La importancia de contar con apoyos
El cuidado de un progenitor tiene, asimismo, repercusiones económicas y sociales. “Los hijos deben cuidar a sus padres estando aún en una etapa de crianza y laboralmente activa. La espera de los recursos solicitados o el recurso asignado a su familiar, a veces, no es suficiente y requiere tomar decisiones, como contratar servicios de terceras personas o dejar el trabajo, ya sea total o parcialmente”, manifiesta la psicogerontóloga.
Lo anterior representa un serio cambio en la economía familiar y una disminución en la actividad social, “manteniendo la rueda del malestar emocional”.
Resulta óptimo aproximarse a las redes de apoyo y la flexibilidad laboral. “Como familiares, necesitamos conocer nuestros límites frente a la atención a otros para saber pedir ayuda. El acto de cuidar debe ser amor y entrega, pero preservando el bienestar en todas las esferas de quien cuida”, opina.
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