Creo que a estas alturas no es necesario gastar demasiadas líneas en describir la situación que atravesamos. Baste decir que hay una amenaza grave, la pandemia de coronavirus, que con toda seguridad podría haber sido mejor gestionada en nuestro país. De tal forma que, a falta de prevención inicial, test masivos y suministro de material de protección, se impone un estado de alarma pese a que nadie conoce a los expertos sobre cuyas opiniones el Gobierno dice tomar sus decisiones. Éstas, por otra parte, no son consensuadas, ni siquiera consultadas, con los grupos afectados (familias, empresarios, autónomos, educadores…) ni con los representantes públicos, cuyos votos son necesarios para mantener el estado de alarma. Trágala, que por aquí se va a Madrid… o a Galapagar.
Sin embargo, lo crucial en todo esto es que la situación está siendo aprovechada para avanzar en una agenda liberticida que nos interpela como sociedad y como ciudadanos. El debate es tan antiguo como el hilo negro: ¿Libertad o seguridad? ¿Qué apreciamos más? ¿Estamos dispuestos a perder algo por más libertad o por más seguridad? ¿De dónde emanan ambos bienes? ¿Podemos procurárnoslos de forma individual?
Confieso que yo andaba ofuscado en el primer párrafo sin haber llegado al segundo y que gracias a mi mujer (una vez más ella, con esa mezcla de pensamiento lógico e intuición que tanto admiro) he llegado a poner proa con más sentido en esta difícil singladura.
Y como soy de los que opina que el matrimonio, más allá de un compromiso personal tiene una dimensión social, les abro las puertas de mi casa y les ofrezco una butaca privilegiada cerca de nuestro “sofá de parlamentar”.
Corremos el riesgo de infantilizarnos como sociedad, de dejar que decidan por nosotros sin el mínimo cuestionamiento, poniendo como valor supremo la seguridad. Pero esto es un engaño colosal. En ocasiones hay que recordar lo evidente: no hay nada seguro en este mundo salvo que nos vamos a morir.
Corremos el riesgo de infantilizarnos como sociedad, de dejar que decidan por nosotros sin el mínimo cuestionamiento, poniendo como valor supremo la seguridad.
Lo peor de este planteamiento es que el miedo a la libertad nos paraliza hasta llegar a un estado que, si bien no tiene por qué ser de muerte física, es equivalente en la medida en que la vida queda arruinada por la falta de iniciativa y, por tanto, de futuro.
Me recuerda mi mujer que Julián Marías tenía muy bien teorizada esta idea. Argumentaba que el hombre es un ser “futurizo”, que no para de proyectar. Es decir, que no hay futuro sin proyectos. Y, al mismo tiempo, no hay proyectos sin decisiones libres. Esto exige, como es obvio, el uso de la libertad y un cierto desprecio por la seguridad. O, al menos, asumir un riesgo más o menos calculado.
En el desarrollo humano no es difícil advertir que ambas dimensiones, libertad y seguridad, están permanentemente en juego. Y que no es posible avanzar sin tomar decisiones libres y asumir con responsabilidad sus consecuencias, aún a costa del riesgo y de hacernos vulnerables.
Esto se da incluso en un nivel casi inconsciente en el bebé que, sintiéndose suficientemente fuerte, renuncia a una cierta seguridad, abandona el gateo y se arriesga, siquiera con ayuda, a ensayar unos pocos pasos torpones.
Marías expone de manera magistral el popular “quien no arriesga no gana”. Quien no toma decisiones que implican el ejercicio de la libertad, no evoluciona. El que fue niño será siempre caprichoso, inapetente o manipulable así cumpla 40 años, si no ha sido capaz (o no le han dejado por hiperprotección) de tomar sus decisiones, equivocarse, avanzar… En definitiva, madurar.
Esta determinación es crucial en momentos de extrema gravedad como se atestigua en experiencias de supervivencia. Llega un momento en que el inmovilismo, aferrarse a la seguridad, es tanto como dejarse morir.
La cuestión es que quien no hace ese recorrido de toma de decisiones libres a costa de al menos una parcela de seguridad, en esencia no puede decir que ha vivido con plenitud. Merece la pena preguntarse en este sentido: ¿Quién quiere ser eternamente un niño?
Vayamos un paso más allá.
Dada la situación en la que nos encontramos es importante que seamos conscientes de qué postura queremos tomar: aferrarnos a una seguridad que nunca está garantizada, o ejercer la libertad para poder llenar de proyectos el futuro, con los que avanzar a través de éxitos y fracasos.
Esta determinación es crucial en momentos de extrema gravedad como se atestigua en experiencias de supervivencia. Llega un momento en que el inmovilismo, aferrarse a la seguridad, es tanto como dejarse morir.
Es obvio que la decisión no es fácil. Pero hay que tomarla. Y el miedo a la libertad es la muerte, civil o física.
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