La vida es una colección de vivencias o dicho de otro modo, la vida es una mochila llena de experiencias. Experiencias buenas, regulares y también malas. Todas enriquecedoras. ¿Las malas también?. Si, porque son las que ayudan a madurar como persona y a valorar mucho más las experiencias buenas, esas que nos pasan por delante de las narices y ni nos enteramos a veces.
A mis casi cuarenta y diez años, solamente puedo dar gracias a Dios. Saberme un afortunado, me ha costado «sangre, sudor y lágrimas» parafraseando a mi admirado Churchill. Y nunca mejor dicho. Una persona afortunada en muchos sentidos, que ha tenido vivencias malas, mucho esfuerzo y muchas lágrimas de alegría y de pena.
Ahora, a unos meses de los cincuenta, en lo que teóricamente sería el ecuador de mi vida, y haciendo planes para un crucero junto a mi mujer que nos lleve a Cuba a celebrar nuestro medio siglo, hago balance y de las muchas vivencias-experiencias buenas que he vivido, si me hubiesen dicho hace treinta años que iba a estar escribiéndo aquí sobre ella, sencillamente hubiese respondido: “tu estás loco/a”.
Pues bien, sucedió hace siete años, cuando nos llamaron por teléfono y nos dijeron “enhorabuena, sois los padres de una niña que se llama Mariam”. A ver, a ver, pero si esto se parece al anuncio del arcángel Gabriel a la Virgen María. Pues sí, algo que parecía tan imposible como lejano, había llegado, después de cuatro años de innumerable papeleo y espera. Por poner un ejemplo, siempre me he preguntado cómo un certificado firmado por un notario, tiene que ser firmado por otro notario, por no hablar del “venga usted la semana que viene…” o, “como nos cierren la frontera por revueltas en el país, o amenazas de terrorismo, esto se ha acabado….”. ¡Imaginaos!.
Creo que ha sido la alegría más grande, que me ha dado la vida. Mariam, maliense de nueve meses de edad, nos esperaba en un orfanato de Bamako, capital de Mali. Una ciudad caótica, pero que mi mujer y yo supimos aprender a comprender desde que fuimos a hacer turismo dos años antes, cuando sabíamos que íbamos a adoptar allí.
Cuando llegamos al orfanato, tenía la adrenalina… ¡imaginaros como!, las lágrimas a punto de saltar, el pulso acelerado, la tensión por las nubes… como una moto, vamos.
Éramos la primera familia española en adoptar en Mali y la primera niña, la más pequeña, era una “fulani” de enormes ojos negros.
Allí me teníais haciendo escala en Lisboa, provenientes de Bamako, con una niña de nueve meses en un “canguro” atado a mi pecho.
Mi reacción fue cogerla de entre un montón de niños, cuando la directora de aquel orfanato, nos dijo que podíamos cogerla. La primera reacción de la niña fue llorar como una Magdalena, al segundo mi mujer salió al quite, la calmó y luego me dijo: “cógela que no vas a cogerla nunca…” y la cogí.
Mariam se metió el dedo en la boca a modo de chupete y reclinó la cabeza en mi hombro. En aquel momento, sentí que era mi hija.
Un parto de cuatro años. Un parto no de la madre. Un parto del padre y la madre. Esa es la diferencia. Su madre y yo sentimos esa fuerza increíble que te convierte en padres adoptivos. Mariam es de raza africana, piel negra y una genética distinta a la nuestra, pero es nuestra hija, no sabíamos si iba a ser niño o niña, pero yo deseaba una niña a la que iba a bautizar como María, pero su nombre, es Mariam, María. Parece que Dios me escuchó y nos regaló a la pequeña Mariam.
Y Mariam va creciendo, en Octubre cumplirá ocho años. Desde pequeña intentamos inculcarle valores y por supuesto que se sienta orgullosa de su país de origen, de África, y lo más importante, no hay que ocultarle nada de su historia, decirle la verdad, de acuerdo con su edad a modo de cuentecillo, poco a poco. A pesar de los cursillos de padres adoptivos, en el caso de Mariam, nos ha sorprendido tanto que tienes que echar mano a unos recursos que no te dan con la paternidad, para poder contestar.
Y continuamos, siendo una familia normal. Tengo que confesaros que lo llevaba mal a principio, “cantaba” mucho. Si la niña llega a ser rubita y de ojos azules, hubiese llamado menos la atención. Ya van pasando los años y la situación es de normalidad, ella es negra nosotros blancos, ¡qué más da!.
Es una aventura muy bonita esta de ser padre, pero ser padre adoptivo tiene un jándicap, a mí me está enseñando muchas cosas, creo que me está haciendo madurar como persona, no sé si me está ayudando a ser mejor marido, habría que preguntárselo a mi mujer. Y por supuesto, buen padre, eso habría que preguntárselo a Mariam.
Eso si quiero dejar claro desde estas torpes líneas, por si alguna familia está pensando adoptar y no tiene muy claro de qué va esto. Os diré lo que no hay que hacer: la adopción no es ninguna obra de caridad. La adopción, en mi caso la adopción internacional, es una forma de ser padres. Como dice el refrán “no se es de donde se nace, sino de donde se pace”.
Volviendo a mi historia… allí me teníais haciendo escala en Lisboa, provenientes de Bamako, con una niña de nueve meses en un “canguro” atado a mi pecho. Con una mochila con biberones y cremas hidratantes intentando pasar un arco de seguridad. Eran biberones, que tuve que probar para demostrarle al avispado policía que no era acido, ni mucho menos una bomba camuflada entre los cereales.
Esta es la aventura de ser padre adoptivo, en definitiva, la aventura de ser padre.
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