El debate sobre el derecho de la mujer a votar empieza en España muy pronto. Téngase en cuenta que la primera vez que el tema se plantea es en el proyecto electoral de 1877, en los inicios de la Restauración, introducido, por cierto, por siete diputados conservadores entre los cuales Alejandro Pidal y Mon, el cual, de haber prosperado, habría convertido a España en el primer país del mundo en aprobar el sufragio femenino, nada menos que dieciséis años antes de hacerlo el siguiente, aunque tampoco conviene engañarse en exceso, porque aparte de que la propuesta no salió adelante, sólo planteaba la posibilidad de conceder el voto a mujeres que ejercieran la patria potestad (viudas en definitiva) entonces reservada a los hombres. Si bien perfectamente parangonable con lo que habría de constituir el debate sobre el sufragio en los países que lo abordarían.
En 1907 la reforma de la Ley Electoral presentada por el Gobierno Maura representa una nueva oportunidad para el debate. Se presentan dos propuestas, una que proponía otorgarlo a viudas y solteras emancipadas pero sólo en elecciones municipales, y otra que abría el espectro a todo tipo de elecciones mediante pago de un censo. La aprobación que finalmente no se produjo, habría convertido a España en el cuarto país del mundo en otorgar el voto a las mujeres. Un nuevo intento muy similar y también fracasado, mujeres emancipadas y sólo en elecciones municipales, se lo debemos en 1908 a Francisco Pi y Arsuaga y otros seis diputados.
En 1919 vuelve a presentarse un proyecto de Ley de Manuel Burgos y Mazo muy original en sus planteamientos, pues concedía el derecho de voto a todas las mujeres y establecía que las elecciones se celebraran en dos días: un primero para los hombres y un segundo para las mujeres. Lamentablemente, el proyecto no llega a ser ni debatido. Y en 1924, en plena Dictadura de Primo de Rivera, se presenta una nueva propuesta en el Estatuto Municipal la cual ha de reconocerse, por duro que le pueda parecer a la progresía de turno, como la primera ley que otorga el voto a las mujeres españolas, bien que con dos excepciones no poco importantes que no deben dejar de mencionarse: la primera, que se limitaba a elecciones municipales, y por lo tanto, no alcanzaba a las nacionales; la segunda, la restricción no sólo a prostitutas, sino también a toda mujer casada, lo que en palabras de Miguel Primo de Rivera tenía el objeto de evitar discusiones en el seno familiar.
Dentro del mismo período histórico de la Dictadura, el proyecto de Constitución de 1929 que no llegó a entrar en vigor, en su artículo 61 establecía:
“Serán electores de sufragio directo todos los españoles de ambos sexos, que hayan cumplido la edad legal, con las solas excepciones que la ley taxativamente establezca. Serán electores en los Colegios especiales los españoles de ambos sexos, que se hallen inscritos en el respectivo censo profesional o de clase, por reunir las condiciones que para cada caso fijará la ley”.
El art. 55 por su parte, ya había señalado:
“Para ser elegido Diputado a Cortes se requerirá, sin distinción de sexos, ser español, haber cumplido la edad legal y gozar de la plenitud de los derechos civiles correspondientes al estado de cada cual”.
Las elecciones a Cortes constituyentes del año 1931, las primeras convocadas durante la República, se van a hacer con la Ley Electoral de 1907, es decir, aquélla que se planteó otorgar el voto a las mujeres pero al final no lo hizo, con pequeños retoques realizados por un decreto de 8 de mayo de 1931 consistentes en la sustitución de distritos electorales por circunscripciones provinciales, y la reducción de la edad para votar de 25 a 23 años, sin mayor consecuencia, como se ve, por lo que al tema que aquí nos ocupa se refiere. Se pregunta uno si no se pudieron hacer, por lo menos, con la algo más progresista de la Dictadura, que por lo menos, habría permitido votar a algunas mujeres.
El resultado final en la votación sobre el sufragio femenino que quienes leen asiduamente esta columna ya conocen, fue muy exiguo, y apenas cuarenta votos, los que van de 121 a 161, separaron a quienes lo apoyaron de quienes no lo hicieron, a lo que añadir una abstención que superó el 40% de los diputados de la cámara, muchos de los cuales, entre los cuales con particular aparato ese gran adalid de la democracia que fue el Sr. D. Indalecio Prieto, cuando llegó el momento de votar, salieron ostentosamente de ella para exteriorizar a las claras su desacuerdo con el proyecto.En el debate constitucional se produce la discusión sobre la oportunidad de conceder el voto a la mujer en los términos que ya hemos tenido ocasión de conocer cuando ayer mismo glosábamos la figura de Clara Campoamor (pinche aquí si le interesa el tema), a la que aún debemos admirar más por cuanto hubo de superar una resistencia ejercida sobre todo desde las bancadas de la izquierda (a la que por cierto, ella misma pertenecía), que, de no haber sido cuidadosamente ocultada, hoy día le haría sonrojar. El recelo de la II República hacia la mujer llega al extremo de votar una enmienda que defendía el sufragio de la mujer, a no ser que “vote con los curas y con la reacción”. En pocas palabras, que si la mujer vota izquierda, su voto vale, pero si no lo hace, no. Un verdadero monumento a la libertad de opinión y de elección, no sólo ya de la mujer sino del ciudadano en general, ¿no les parece? La enmienda llegó a ser apoyada por 93 diputados de los 246 presentes. Vamos, que con un «poquito de suerte» ¡hasta sale aprobada!
No fue el último intento de los legisladores de la II República por menoscabar del derecho al voto de la mujer, pues apenas dos meses después de aprobar el sufragio femenino en las circunstancias que se han explicado, todavía se produjo una nueva reacción de los que lo repudiaban, mediante una propuesta de limitarlo de nuevo a elecciones municipales, el cual no salió aprobado… ¡¡¡por cuatro votos!!! (los que representan la diferencia entre 131 y 127, como se ve, nueva abstención del 40% de la cámara).
Aprobándolo como lo hizo en 1931, España sólo era el vigésimo tercer país del mundo que otorgaba el voto a la mujer, -si aceptamos como sufragista la ley de 1924, ganaríamos un par de puestos- después de que en 1893 Nueva Zelanda fuera el primero, y detrás de países tan insospechados como Uruguay, Georgia, Rusia, Albania o Ecuador. Pero por delante, también, de otros no menos inesperados, como así Bélgica, Italia, Suiza (que por cierto, no lo otorga hasta 1971), dicho sea de paso para los que creen que España es, irremediablemente, el último en todos los procesos históricos… ¡o Francia! (en 1941), dicho sea de paso para aquéllos que creen que la modernidad entra siempre por los Pirineos.
Y bien amigos, que hagan Vds. mucho bien y no reciban menos. Mañana más. O por lo menos lo intentamos.
©Luis Antequera.
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