Fue una época de ignorancia, fanatismo y atraso. Tiempos oscuros, dominados por guerreros analfabetos y clérigos retrógrados. El arte, la belleza, no tenían cabida. La violencia, la guerra campaban a sus anchas. Las tinieblas cubrían Europa.
Todo esto, y cosas similares, se dicen, aún hoy, acerca de la Edad Media. No nos debe extrañar, pues el propio concepto, cuando se creó, ya era negativo, dado que los humanistas italianos que lo inventaron con un criterio filológico, es decir, desde el uso de un latín bello y correcto, consideraban que entre el latín clásico de los siglos gloriosos del Imperio romano y el latín recuperado, renovado, pulido, que ellos mismos volvían a utilizar, sólo podía existir un periodo medio, lleno de oscuridad al igual que era oscuro y bárbaro el latín decadente que se había empleado en esa larga etapa.
Obviamente no es así. La Edad Media, largo periodo de unos mil años, es una etapa fascinante, rica, llena de creatividad, compleja, con muchos matices. Basta con contemplar una catedral gótica, adjetivo que también inventaron los humanistas, quienes enamorados de la recreación del mundo clásico que estaban haciendo, pensaron que ese arte tan bárbaro sólo podían hacerlo godos. Y sin embargo, un edificio gótico es una maravilla de ingeniería, de equilibrios, de sabiduría, fruto de numerosos cálculos y abundantes y complejos conocimientos. Basta ver las imágenes de los pasados días, cuando la gota fría arrasaba calles mientras las gárgolas de la catedral de Segovia cumplían a la perfección su misión de evacuar las aguas. O el incendio de Nôtre Dame. A ver qué edificio contemporáneo hubiera aguantado algo similar.
Pero no les quiero hablar de la Edad Media, sino de mujeres en la Edad Media. De una mujer concreta, en la Edad Media. Porque si aún sobreviven prejuicios y errores sobre ese periodo, mucho más sobre las mujeres medievales, que se suponen ignorantes, embrutecidas, sometidas a sus no menos salvajes maridos o encerradas entre las lóbregas paredes de los monasterios.
A pesar de la misoginia presente en muchos textos, la antropología, de raigambre bíblica, insistía en que la mujer, creada a imagen y semejanza de Dios, al igual que el varón, poseía la misma dignidad que éste, era una criatura divina llamada a alcanzar la salvación. Para lograrla contaba con la fuerza restauradora de la inteligencia, la virtud y la gracia.
Pues no. A lo largo de la Edad Media hubo muchas mujeres que sabían leer, escribir, dedicarse a las artes. Laicas y monjas. Es más, los monasterios eran, también para las mujeres, ámbitos de cultura, de creatividad. Y sobre mujeres se escribió bastante en la Edad Media, fundamentalmente en la Teología.
A pesar de la misoginia presente en muchos textos, la antropología, de raigambre bíblica, insistía en que la mujer, creada a imagen y semejanza de Dios, al igual que el varón, poseía la misma dignidad que éste, era una criatura divina llamada a alcanzar la salvación. Para lograrla contaba con la fuerza restauradora de la inteligencia, la virtud y la gracia. Vicente de Beauvais, en su obra De eruditione filiorum nobilium, escrita en 1246, basándose en el Eclesiástico afirmaba la necesidad de educar a las hijas. Los medievales, herederos de la pedagogía paleocristiana, evitaron negar la posibilidad formativa de la mujer. Aunque la alfabetización no alcanzó a las mujeres campesinas, sí se extendió entre las que formaban parte de la nobleza y las dedicadas a la vida monástica.
Entre las nobles europeas hubo numerosas mujeres cultas, que no sólo consumían cultura, sino que la producían. En época carolingia Dhuoda dedicó a su hijo Guillermo su Liber manualis, obra destinada a la educación del príncipe; Trótula de Salerno ejerció probablemente de profesora de medicina en la escuela de esta ciudad; Cristina de Pisan, filósofa, poeta y escritora redactó una veintena de obras, destacando La ciudad de las damas. En el reino de Castilla tenemos la muy desconocida figura de Leonor de Córdoba (1362-1412), la primera escritora hispana cuyo nombre ha llegado hasta nosotros, quien en 1402 escribió unas Memorias que son, además, la primera representación del género autobiográfico en la Península.
Entre las monjas Hrotsvitha de Gandersheim, escritora de obras de tinte dramático; Herralda de Hohenburg redactó su Hortus deliciarum, primera enciclopedia escrita por una mujer; Margarita Porète, mujer beguina, que en el Espejo de almas sencillas planteaba la unión con Dios desde el amor y la libertad de espíritu. Y sobre todo, Hildegarda.
Hildegarda de Bingen tenía una personalidad polifacética, fue compositora de obras musicales, escritora, filósofa, médico. Tuvo experiencias místicas, de modo que la llamaron, por su dotes proféticos, la Sibila del Rin.
Quizá hayan oído hablar de ella. Hildegarda de Bingen: Santa Hildegarda. Una mujer fascinante. Nacida en la actual Alemania, en 1098, falleció en el monasterio de Rupertsberg el 17 de septiembre de 1179. Con una personalidad polifacética, fue compositora de obras musicales, escritora, filósofa, médico. Tuvo experiencias místicas, de modo que la llamaron, por su dotes proféticos, la Sibila del Rin. Abadesa de su monasterio, se implicó en la reforma gregoriana, convirtiéndose en una de las mayores figuras del monacato femenino. De débil constitución física, se vio atacada por enfermedades constantes, a la vez que experimentaba visiones. A los cuarenta y dos años, en una de estas, recibió una orden sobrenatural que la mandó escribir todas las visiones que viviese. Éstas quedaron plasmadas en un primer libro, titulado Scivias. Asimismo mantuvo una amplia correspondencia epistolar con las personalidades más importantes de su época, como San Bernardo, el emperador Federico Barbarroja, el rey Enrique II de Inglaterra o la reina Leonor de Aquitania, una mujer también fascinante.
Otra de sus actividades fue la predicación sagrada. ¿Sorprende, no? De nuevo nos descoloca los prejuicios de una sociedad medieval “heteropatriarcal opresora”. Pues sin ser lo habitual, no era tan extraño. En Castilla la abadesa de Las Huelgas nombraba párrocos, y unos siglos después el cardenal Cisneros hacía párroco a la “Santa Juana”, sor Juana de la Cruz, de Cubas de la Sagra, también predicadora y mística
Pero volvamos a Hildegarda. Su predicación insistía en la reforma del clero, criticando las costumbres corruptas existentes en él. Realizó cuatro viajes de predicación por Alemania. Un ejemplo más de monja andariega y reformadora, como sería más tarde otra extraordinaria mujer, Teresa de Ávila.
Poco antes de morir escribió un hermoso texto en el que desarrollaba el sentido teológico de la música. Tras su fallecimiento se le comenzó a dar culto en Alemania. Y sería un papa alemán, Benedicto XVI, el que no sólo reconocería la santidad de Hildegarda, sino que además de impartir varias catequesis sobre su figura, le otorgó, en 2012, el título de Doctora de la Iglesia, junto a Juan de Ávila.
Como ven, una figura fascinante. Como su época. Como todas las épocas, si las sabemos vivir con intensidad. Hildegarda lo hizo. Sus obras, escritas en latín, además de la teología, la música y la filosofía, abarcan también el ámbito científico, con textos sobre medicina, en los que habla de las propiedades curativas de las plantas; asimismo cuestiones políticas, consejos acerca de la vida monástica, explicaciones sobre el origen de las enfermedades. Algunas han sido traducidas al castellano, como El libro de las obras divinas y El libro de las piedras que curan.
Su predicación insistía en la reforma del clero, criticando las costumbres corruptas existentes en él.
No me negarán que resulta de lo más atrayente. Por su personalidad, pero también porque desmonta algunos prejuicios instalados en nuestra mente. Les invito a que los deconstruyan. Y a que descubran una época tan extraordinaria como la que fue capaz de engendrar a Hildegarda. Una época que, como la Sainte Chapelle, nos quiere tornasolar con la belleza de su luminosidad.
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