En los dos últimos siglos, las mujeres han protagonizado una auténtica revolución social de alcance incalculable a partir de sus reivindicaciones para incorporarse a la sociedad como ciudadanas: el derecho a la educación, al trabajo profesional remunerado y al voto, a nivel de los varones han sido la punta de lanza de un proceso aún abierto, con incidencias tanto en la esfera pública como en la privada. La tradicional “mujer en la sombra” reclama ahora “igualdad” y “visibilidad”.
Un fenómeno que muchos denominaron Feminismo en singular y que, a día de hoy, es definitivamente plural (feminismo liberal, marxista, socialista, radical, poscolonial…lesbianas, étnicas, ecologistas… de Primer y Tercer Mundo…). Y mucho más complejo de lo que ciertos medios se empeñan en airear. Se impone una ponderada revisión para superar el reduccionismo del ambiente, muy ideologizado.
Eso es lo que pretendí al coordinar un número de la revista ARBOR, (CSIC, 778, 2016) con este título: ¿Hay feminismos más allá de la mujer? No como especialista (soy catedrática de literatura hispanoamericana), sino como mujer, la mayor de 9 hermanas y madre de otra mujer, interesada por el fenómeno femenino hace más de veinte años en clases y publicaciones sobre literatura y cine (Femenino plural, Las trampas de la emancipación…, Mujeres de cine). Reuní un grupo de especialistas para abordar la transformación de la mujer desde una doble perspectiva: la historia (cuál ha sido la evolución del tema) y el momento actual: ¿Hablamos de “mujer” o “mujeres”? ¿Por dónde van los derroteros de los viejos feminismos? ¿Qué propuestas alternativas (nuevos problemas, nuevos roles…) podrían hacerse? Y todo ello desde la filosofía, la historia, la teología, la ciencia, la literatura, el cine, la moda… de modo que el libro resultante (online, a disposición) se haga eco de la pluralidad de voces femeninas (o masculinas), que reflexionan sobre mujer, familia, sociedad. En absoluto con la pretensión de dar recetas, en la estela de los viejos esencialismos, sino con el deseo de iluminar nuevas vías.
Volvamos a esa lenta conquista de derechos por parte de las mujeres (Caballé, 2013). ¿Cuál es el eje escondido de esta lucha? La cultura, el derecho femenino a formarse, que durante siglos solo estuvo al alcance de reinas o monjas:
Ser persona es una cruzada contra la ignorancia ya en el periodismo y la política del XIX, cuando las mujeres se lanzan a la escritura. En realidad, desde siglos antiguos en que, con algunas excepciones como la famosa Christine de Pizan, laica y madre de familia, solo podría hablarse de un protofeminismo conventual: paradójicamente la investigación rescata los conventos como espacios de libertad y cultura femenina, ligados a una visión cristiana de la historia, que puso en marcha bibliotecas y universidades y practicó un humanismo de ese tenor (Anderson y Zinser, 2007).
Porque, con honrosas excepciones, las mujeres fueron analfabetas hasta casi el XIX y será en ese siglo. Aun así, en las artes y las letras hubo mujeres valiosas, como la famosa Eloísa que conoce y enseña a las monjas el griego y el hebreo; o la monja Roswita a la que se atribuyen una serie de comedias muy relacionadas con el despegue literario de los países germánicos; o la abadesa Herrade de Landsberg que escribió la enciclopedia más conocida del siglo XII, el Hortus deliciarum o Jardín de las delicias…
Y ¿Quién fue Christine de Pizan? Por derecho propio, tal vez la primera mujer intelectual en la historia de la cultura europea. Casada antes de los quince años y viuda a los veinticinco, mantuvo a sus tres hijos con la pluma, implicándose activamente en la corte francesa de Carlos V en la que se había educado. Reivindicativa siempre en defensa de la mujer, escribió casi treinta libros de poesía, ensayo y narrativa, entre los que destacan Le Livre de la Cité des Dames (1405), cuentos que ilustran las bondades femeninas y Le Livre des Trois Vertus (1405), tratado educativo sobre el lugar y las obligaciones de la mujer en la sociedad, en el que se eleva hasta la teología. Régine Pernoud ha relatado su odisea traducida en una bellísima edición de Olañeta (2.000).
La mujer hoy está firmemente convencida de que puede aportar mucho al ámbito público sin renunciar a lo específicamente femenino y busca nuevas vías de complementariedad. Pero en los primeros asaltos y a pesar de Mary Wollstonecraft (Vindicación de los derechos de la mujer, 1792) y Olympe de Gouges (Declaración de los derechos de la mujer, carta a la reina de Francia, 1791) el fracaso fue inevitable y le costó la cabeza a la segunda. Las mujeres siguieron intentándolo. Por ello, sobre el mundo del patriarcado se abatieron las tres famosas olas feministas: 1.- el sufragismo decimonónico, llevado al cine (“Sufragistas, “Las bostonianas”) y muy centrado en el voto y la educación femenina; 2.- el feminismo de la igualdad, que teñirá el siglo XX de reivindicación sexual y política, apoyado en Simone de Beauvoir y 3.- Le deuxième sèxe, 1949 (“La mujer no nace, se hace”; “La maternidad es una cárcel para la mujer”), culminando en el 68: separar sexo de reproducción y apostar por lo que luego se denominarán “derechos reproductivos” (placer sexual femenino, aborto, esterilización, fecundación in vitro…). Por fin, una tercera ola, que hacia 1990 intenta salir al paso de los desajustes provocados, con slóganes como ecofeminismo o feminismo de la diferencia. Estoy muy de acuerdo con Vidal Rodà cuando al estudiar el fenómeno feminista lo caracteriza como algo esencialmente positivo y necesario, puesto que durante siglos, las mujeres de Occidente no fueron consideradas plenamente humanas. Esta injusticia, que nos parece difícil de aceptar si contemplamos desde el presente a los países de nuestro entorno, es desgraciadamente todavía una realidad en muchas partes del mundo” (Vidal Rodà, 2015, 37).
Se reclaman los derechos civiles femeninos, la educación (las famosas Seven Sisters, 7 universidades femeninas de los Estados Unidos arrancan de aquí, XIX). Pasarán años para conseguirlo: el voto masculino universal en Naciones Unidas es de 1948 y el explícitamente femenino del 79!!! Y concretando más, Australia (1901), Dinamarca (1905), Finlandia (1906), Noruega (1913), Holanda y Rusia (1917), Inglaterra y Alemania (1918), Suecia (1919), Estados Unidos (1920), España (1931, Francia e Italia (1945) y Suiza (1975)!!!.
En el medio y a partir de los setenta, había comenzado a difundirse la ideología de género, (Benigno Blanco, en youtube), hoy omnipresente en el discurso antropológico, social, legal y político. Un paradigma que disocia sexo (lo biológico) y género (la construcción cultural), y subvierte los roles tradicionales de hombres y mujeres. En Francia, Irigaray y en Inglaterra Butler lanzan sus propuestas: El género en disputa (2001) y Cuerpos que importan (2003), de la última, radicalizan la idea del sexo como construcción cultural, en contra de los viejos esencialismos. El resultado no se hace esperar: si el ser humano nace sexualmente neutro, su identidad sexual es un mero dato anatómico sin trascendencia antropológica alguna, dependerá de la voluntad del sujeto manipularlo (Butler, 1990, 2003). Y la estructura dual masculino/ femenino pierde su razón de ser, suplantada por la homosexualidad, el pansexualismo, lo queer… o lo transexual. Uno podría preguntarse: esta deriva de los feminismos ¿no acaba invalidando la categoría mujer y las propias reclamaciones feministas? Porque si ya no existen mujeres como tales…
A largo plazo, de aquí arranca una revolución que culmina en el transhumanismo y/ o posthumanismo: la vida humana no es algo excepcional, puede manipularse tanto en la línea de emanciparse cada vez más del cuerpo (lo biológico, la naturaleza), como en la de ir construyendo híbridos entre el organismo y las máquinas (Cortina y Serra, 2016). Ya en su día, el manifiesto Cyborg de Dora Haraway (1985) llevó a plantearse si existe una diferencia ontológica entre el ser humano y la máquina… Y no estamos hablando solo de mujeres… ¿Les suena el éxito de las películas de mutantes estilo Blade Runner? ¿O recuerdan a mujeres galácticas como Charlize Teron en Mad max, Carrie Ann Moss en Matrix, o Scarlett Johansson travestida de poli cibernética en Ghost in the Shell?
Escapemos del futuro y retornemos a la historia, no sin antes deslizar un comentario: tradicionalmente la mujer fue valorada por el hombre como “lo otro” y “diferencia es inferioridad”. Por eso, los primeros feminismos hablaron de igualdad y ahora se ve ¡ojalá! la diferencia como una riqueza para nuestra sociedad. Porque lo es. Y hablamos de igualdad en la diversidad. Porque en el orden del ser, hombres y mujeres somos iguales, PERSONAS (Génesis), dos modos distintos y complementarios de encarnar ese “ser persona”. Así lo ha recordado Juan Pablo II en sus homilías sobre la teología del cuerpo (1995) y en su Carta a las mujeres: “Femineidad y masculinidad son entre sí complementarias no sólo desde el punto de vista físico y psíquico, sino ontológico. Solo gracias a la dualidad de lo masculino y de lo femenino, lo humano se realiza plenamente” (1996, 38). Eso sí, con una pequeña diferencia genética (3%, pequeña pero importante, porque está en todas y cada una de nuestras células, algo estudiado por la ciencia en libros como Cerebro de mujer, cerebro de varón, de López Moratalla (2009).
En esta caótica tesitura, y desechados hoy modelos femeninos obsoletos, la corresponsabilidad social a partir de la “ética del cuidado” (Aparisi), habitualmente asignada a lo femenino, se ofrece como un estrecho pasillo hacia una nueva civilización. Porque la nuestra, construida en términos masculinos, agresiva y competitiva, parece haber fracasado. Tal vez porque las mujeres pretendieron copiar sus modelos, asumir sus valores, olvidando que el genio de la mujer, como recordó Juan Pablo II, tiene mucho que ver con su capacidad de ser madre: la empatía con los otros, la capacidad de apertura, de acoger al otro… son sus corolarios. Se ha dicho que la mejor culminación del feminismo sea un viaje de destinos entrecruzados. El viaje de las mujeres al desempeño de los talentos en la vida social, y el viaje de la incorporación de los hombres a las tareas del cuidado (Vidal Rodà, 2015, 129).
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