No es la primera vez que escribo sobre él y sé que no será la última, ya que su persona me admira y su personaje me asombra. Ponerle el atributo de “personaje” desmerece a la grandeza de su misión, disfrutada y sufrida en horas de reconocimiento social y aplauso, así como en tiempos de perfil bajo y silencio. Esa es la balanza que mide a los sujetos admirables. Pero antes de seguir, me veo obligado aclarar que no me siento cómodo ante los panegíricos (me causan golpes de vergüenza ajena), por lo que procuro ponerme de perfil si alguien me sugiere colaborar en el trenzado de una corona de laureles. Menos aún las alabanzas cuando caen sobre alguno de mis trabajos (me incomodan tanto como si me lanzaran, sin previo aviso, un cubo de agua al rostro seguido de un puñado de harina).
No quiero distraerme. He aclarado que no es la primera vez ni será la última que escriba sobre el doctor Jesús Poveda, cuyo empeño ha sido y es fundamental para miles de hombres y mujeres de todas las edades. Sin él, la vida de unos se hubiera tornado en tragedia (ahora paso a explicarlo) y la de otros… ni siquiera se hubiera podido cumplir.
Para conocer el motivo de tanta admiración es necesario realizar un viaje cuarenta y cinco años atrás, a la mitificada década de los ochenta, en la que entre alegrías y excesos se fraguó una terrible condena sobre los inocentes, que desde entonces determina el todo y la nada, es decir, nacer o no nacer (se ha segado el nacimiento de cerca de tres millones de bebés mediante todo tipo de prácticas crudelísimas, sin contar las vidas truncadas mediante productos químicos capaces de matar en el primer suspiro de la existencia).
Un joven estudiante que por entonces cursaba medicina en la Universidad Autónoma de Madrid, tuvo la agudeza de individualizar a las víctimas que la Ley de despenalización del aborto iba a castigar. Es decir, de poner nombre, rostro e historia a los perdedores de cada una de las aplicaciones de la sanción, que siempre son la madre que precisa ayuda (anímica, moral, económica…) y el feto que trae proyectada una vida plena, al que se le arranca con violencia radical el derecho de disfrutar y sufrir cada uno de sus días.
Insisto en que Poveda era un joven estudiante, con toda la arrogancia, con toda la inconsciencia y con toda la vehemencia propia de la edad, pero también un universitario consecuente y, por tanto, con la lección bien aprendida acerca de cada uno de los delicados capítulos de nuestra precuela: la concepción, la gestación y el alumbramiento. Aunque algunos lo describen como un tipo divertido (que lo es), capaz de diseñar actividades ingeniosas (que lo son) para que la sociedad del bienestar no siga encogida de hombros ante este monstruoso Saturno que devora a sus hijos, su actividad –resumida de forma escueta– consiste en mostrar, con la más delicada de las didácticas, la genialidad única de cada ser humano y, por ende, que el Estado no es quien para determinar quién debe o no debe nacer, ni para categorizar a los hijos según la ley del deseo ni, mucho menos, para abandonar en el desamparo a la madre necesitada de protección.
Jóvenes Provida, la asociación que puso en marcha y ha liderado a lo largo de cuatro largas décadas, es el legado que va a dejar a la humanidad. Mejor explicado: su legado es cada mujer escuchada, cada mujer atendida, cada mujer comprendida, cada mujer amparada, cada mujer acompañada en el momento de su renuncia al aborto (¡cuántas de ellas se han determinado a ser madre a unos metros de las puertas de los siniestros abortorios, cuyos propietarios ven en Poveda a un enemigo a vigilar, a insultar, a denunciar y a detener, pues todo lo que envuelve el aborto es una grandísima falacia que disfraza al mal con los atributos del bien y condena a los inocentes –los niños, las madres, el propio doctor Poveda– a la pena, como poco, del ostracismo).
La actividad de Jesús –resumida de forma escueta– consiste en mostrar, con la más delicada de las didácticas, la genialidad única de cada ser humano y, por ende, que el Estado no es quien para determinar quién debe o no debe nacer, ni para categorizar a los hijos según la ley del deseo ni, mucho menos, para abandonar en el desamparo a la madre necesitada de protección.
Me ha llegado la invitación al cuarenta cumpleaños de Jóvenes Provida. Se trata de un pantallazo a un wasap. En él se ve la preciosa imagen de un bebé recién llegado al mundo, de ojos y boca brillantes, cejas apenas dibujadas y un finísimo cabello negro, acompañada por un mensaje: «Hola, Jesús. No sé si te acuerdas de mí. Un día me encontraste de camino al centro para abortar, me hablaste, te escuché y me ayudaste a retroceder. Pues, bueno, me toca decirte que ayer nació mi pequeñín». Al festejo del aniversario acudieron unos cuantos jóvenes que nacieron hace treinta y dos, veintisiete, doce, tres años… Sus madres –que participaron en el evento– también se encontraron con el doctor Poveda en la encrucijada más difícil de su existencia. ¿Qué hizo Jesús para que cambiaran en su negra determinación? Puedo imaginármelo: mirarlas a los ojos, sonreírlas y soltar un «tranquila, porque a partir de ahora no volverás a sentirte sola. ¿Quieres escuchar el latido de tu hijo?».
En la fiesta hubo ausencias. Muchísimas. Y no me refiero a las invitaciones rehusadas, tampoco a los asociados que han fallecido a lo largo de estas cuatro décadas, sino a los cientos de miles de madres que desde que se legalizó el aborto no tuvieron la suerte de toparse con Jesús Poveda, y a las que, por tanto, solo se les ofreció la peor de las alternativas. Y, por supuesto, sus hijos, de quienes nos queda el frío hueco de su ausencia.
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