Ya lo sabemos, sí, y la trayectoria del pontificado del Papa Francisco nos confirma que una cosa es lo que éste diga en clave de Magisterio y otra muy distinta que debamos adherirnos a consejos u opiniones. La duración de las homilías, ¿cortas? ¿largas? Vuelve a estar en el candelero como ocurrió a comienzos de su pontificado. Parece ser, según el Papa, que las homilías no deberían durar más de 8 minutos.
El Papa Francisco aconseja encarecidamente a los sacerdotes que las homilías sean cortas, que no se aburra al personal, etcétera. Asunto muy difundido en los periódicos, amén de ser pasto de comentarios de toda índole en redes sociales. Porque ya lo sabemos, de lo católico solamente atrae a los medios lo superficial o lo escandaloso, poco más.
Personalmente creo que la cuestión es de mayor calado. En realidad, se debería plantear la homilía como un antídoto frente al superficial mundo de hoy.
La homilía como antídoto
Los fieles venimos padeciendo homilías soporíferas desde hace siglos, con las lógicas excepciones que afortunadamente hemos conocido en nuestro periplo vital. Quizá, los fieles antiguamente se enteraban menos por aquello de que eran dichas en latín, aunque ya en tiempos de Carlomagno (S. VIII – IX), se aconsejaba a los clérigos que hablasen al pueblo en tudesco, su lengua vernácula, con el fin de que comprendieran mejor el mensaje. Ya se sabe, en aquellos tiempos hasta el mismo Emperador era analfabeto, Carlomagno no sabía leer ni escribir, sin embargo, era un hombre culto, ¿cómo era esto posible? Por las noches pedía que le leyeran libros.
Tiempos en que el hombre del medievo se pasaba la mayor parte de su vida a caballo, guerreando o viajando. Y los fieles trabajando. Pero el milagro de la expansión de la fe católica se produjo de forma incuestionable llegando a todos los estratos sociales.
¿A qué me refiero con que la homilía debería ser un buen antídoto? Hoy, el católico tampoco se libra de la superficialidad reinante, de las prisas, de la saturación en la información, de la dispersión mental. El sacerdote tiene un buen reto por delante.
Acudir a Misa con un espíritu sosegado es más difícil de conseguir. Pero la dispersión se combate a golpe de voluntad y adquiriendo hábitos. Algo que aprendí en mi juventud y procuro seguir practicando es esa preparación remota antes de ir a Misa y que sólo se logra si hay interioridad.
Si algo debiera distinguir a las personas católicas, precisamente es eso, la interioridad. Tener vida interior no es un monólogo con uno mismo sino todo lo contrario. El hábito de buscar ponerse en presencia de Dios, de escucha y respuesta al Espíritu Santo, de repasar mentalmente lecturas sagradas, o contemplar con el corazón escenas de la vida de Jesús o de María, por ejemplo.
Estas cosas, uno las puede ejercitar paseando, yendo de camino a la iglesia, en recogimiento, es decir, como actitud propia de los católicos que van caldeando el ambiente para precisamente lograr estar atentos, centrados en lo esencial: Adorar a Dios.
Habrá personas no católicas que sean recogidas, sin duda, pienso en grandes intelectuales que albergan un poso de lecturas, análisis profundos, interesantes y que los van cuajando en su interior. Pero lo católico va de otra cosa.
El sacerdote también es presa de las prisas, de la superficialidad, como cualquier hijo de vecino en el siglo XXI. Pero de ellos se espera el doble, pobres, pero cuentan con la ayuda divina y nuestros rezos.
Tener vida interior no es un monólogo con uno mismo sino todo lo contrario. El hábito de buscar ponerse en presencia de Dios, de escucha y respuesta al Espíritu Santo, de repasar mentalmente lecturas sagradas, o contemplar con el corazón escenas de la vida de Jesús o de María, por ejemplo.
Si un sacerdote es observador y activa la antena, podrá percibir de un golpe de vista cómo están sus fieles unos minutos antes de comenzar la Misa. Si dispersos, distraídos o centrados, serenos en oración. Su autoridad le exige no sólo decir una homilía corta o larga, sino ayudar a las personas a centrarse en lo sagrado desde el primer momento.
Todas y cada una de las partes de la Misa son importantes, y si uno está en lo que debe estar jamás se aburre o aburriría, más bien todo lo contrario, es un ejercicio de hábitos, de virtud, de lucha ascética contra la dispersión. Otra cosa muy distinta es que hoy también tengamos que padecer liturgias que se han convertido en un auténtico guirigay y prácticamente resulte casi imposible concentrarse para estar en oración, esa oración que es la Misa, toda ella, de principio a fin.
La homilía puede ser un antídoto si efectivamente el sacerdote capta la atención, motiva, varía el tono, tiene claro su mensaje, instruye, enseña, propone, explica, ahonda en la vida espiritual, etcétera y como recomendaba Benedicto XVI, rumia la Palabra de Dios de las lecturas de la Misa durante la semana previa. Es decir, a mejor oración del sacerdote, mejor será su homilía. El tiempo no nos importa, nos da igual, yo no acudo a Misa a no aburrirme, ni a escuchar una homilía corta o larga.
Otra verdad es que los elementos externos que acompañan la Misa, ayudan o deprimen. Desde los cantos ¡A todo dar! Guitarras, bongos, panderetas ¡Por Dios! Que acudimos a rezar. Amén de obligarnos innecesariamente a ejercitar la virtud de la paciencia porque no se disponen espacios de silencio para rezar tras recibir la Comunión.
Interioridad
El enemigo a abatir no es el tiempo que duran las homilías, sino la superficialidad reinante que penetró las puertas de los templos hace tiempo. Nadie se aburre si sabe a dónde va y a lo que va. La Misa no es como una película de cine. Y probablemente ese sea el drama de hoy en gran parte del mundo católico, donde los sacerdotes no destacan la importancia de las actitudes, no explican las cosas. La evidencia nos muestra y demuestra que la falta de cultura religiosa es abrumadora. No esperen a que la gente acuda a catequesis, explicar algo en fondo y forma en ocasiones no dura ni un minuto y se puede hacer antes, durante y al final de cada Misa, independientemente de la duración de la homilía, que es su obligación y cuentan, si la piden, con la Gracia de Dios para predicar y enseñar al pueblo de Dios.
Hace unos años escribí a través del portal Religión en Libertad una serie de artículos titulado «Pedagogía en la predicación«, el tema viene de lejos. Lo ratifico, si el católico es igual al resto de las personas en el mundo, entonces, ¿qué nos diferencia? Si desde la más alta jerarquía de la Iglesia se suman a postulados de mundanidad, entonces, ¿cómo lograremos marcar la diferencia? ¿Cómo podremos testimoniar el valor de ser personas espirituales, hondas, ricas y que aspiran a las cosas de arriba? Amén de que el valor de la homilía radica en que si ha sido buena y ha llegado al corazón, el fiel repasará mentalmente durante la semana lo que ha oído, lo que ha aprendido, aquello que le reta a ser mejor persona, aquel aspecto que le rete en su crecimiento espiritual, aquel ejemplo de un santo que se le haya puesto, o aquella forma de practicar alguna virtud y que desconocía.
No, no acudimos a Misa a luchar contra el aburrimiento. Acudimos a estar con Dios y eso, sólo eso, merece poner todos los elementos que lo permitan, independientemente de la duración de la homilía.
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