Las chancletas y las sandalias duermen, por fin, el sueño de los justos en el interior de los armarios. Llevan unos cuantos meses de trote por aceras, asfaltos, arenas y secarrales. Algunas de ellas han perdido el dibujo de las suelas, otras llevan las heridas del maltrato: una cinta doblada, una hebilla rota, una tira fuera de lugar… que dentro de unos meses, cuando pasen las estaciones y de nuevo se abran las cajas del calzado para los meses de verano, nos harán recordar la nociva manía de lanzar las chanclas por los aires al tiempo que se extiende la toalla, la de caminar pisando sin piedad el talón de la sandalia o la de no aguantar la impaciencia de abrir un enganche que se atora, para acabar desabrochándolo con un violento tirón.
Como muchos estarán presintiendo, no voy a hacer una loa al calzado de los meses estivales, aunque como autor salga mal parado, pues soy de ese grupo de exquisitos que proclama que no todo pie -¡ni mucho menos!- tiene derecho a ser exhibido con la excusa del calor. Por haber, los hay que nunca deberían desenfundarse de sus medias o calcetines. Por haber, los hay que deberían vivir perennemente dentro de una bota de caña alta. Los juanetes, las durezas, las desviaciones, los dedos montados unos sobre los otros o retorcidos por caprichos de la anatomía, los mordidos por hongos, los cubiertos por uñas gruesas, amarillentas o raquíticas… claman al Cielo por un ejercicio de pudor. Vivir en sociedad trae consigo este tipo de exigencias. Esta forma de ver la vida construye lo que nuestros abuelos llamaban buenas maneras, un racimo de virtudes que no deberíamos lanzar al olvido, a pesar del ambiente de dudoso gusto que tantas veces nos rodea.
Lo que llevamos en los pies dice mucho de nosotros. De hecho, a la hora de catalogar el aspecto físico de un hombre deberíamos comenzar por el calzado. En muchos casos será suficiente para puntuar, sin temor a equivocarnos, a la persona que tenemos enfrente. Porque no es lo mismo un caballero que calza unos zapatos de piel oscura que otro que los lleva en tonos claros, de igual modo que, hace años, no era lo mismo un tipo que anduviera con zapatos de rejilla que otro que gastara unas nobilísimas alpargatas. Hay un abismo entre aquel que a los zapatos añade unos calcetines largos azul marino, bermellón o verde botella, del que opta por los llamados “ejecutivo”, o del que los prefiere cortos y de una tonalidad hummus marroquí? El matiz de la distinción se resume en saber escoger.
Vivir en sociedad trae consigo este tipo de exigencias. Esta forma de ver la vida construye lo que nuestros abuelos llamaban buenas maneras, un racimo de virtudes que no deberíamos lanzar al olvido, a pesar del ambiente de dudoso gusto que tantas veces nos rodea.
Los pies hablan más de lo que creemos. Hace unos días vi en un parque a un muchacho acomodado en la treintena y que estaba sentado en un banco, bajo la sombra de una acacia. Calzaba chancletas y se había quitado una de ellas para examinarse en el envés de los dedos. Con los de las manos se cogía los de los pies, que separaba para estudiarlos con denuedo, masajearlos y hasta rascar alguna suciedad. Desde la distancia me regocijé cuando volvió la cabeza al reclamo de un conocido, con el que se dio un apretón de manos mientras se ponía el chanclo sin mirar. Para mí, ya puede tener unos cabos finos y delicados como los del Principito de Saint-Exupéry, que por nada del mundo quisiera tener que saludarle.
¿Qué te pareció este artículo? Deja tu opinión: