A finales del siglo XIX vivió una mujer singular, Isabel Catez. De origen burgués, abandonando una prometedora carrera musical, entró en un Carmelo de Dijon, en Francia, con 21 años. Tomó el hábito bajo el nombre de Isabel de la Trinidad. Muere cinco años después tras una enfermedad extraña y dolorosa. Isabel no es una gran escritora, como otras carmelitas (Teresa de Jesús, Teresa de Lisieux, Edith Stein), pero ha desarrollado y tematizado una intensa experiencia espiritual. Su fuente de inspiración puede hallarse en san Juan de la Cruz, pero sobre todo en su propia visión del misterio de Dios, como lo ha mostrado en su famosa oración a la Trinidad, que comienza con esta invocación: ¡Dios mío, Trinidad a quien adoro…!, que es quizá la más conocida de las oraciones teológica de los últimos tiempos, asumida en textos litúrgicos e incluso en documentos del magisterio (ver: Catecismo de la Iglesia católica, n. 260).
Isabel se propuso como lema de su vida «crecer de día en día en la carrera del amor a la Santísima Trinidad». Con su vida y su doctrina ha ejercido gran influencia en la espiritualidad del siglo XX, debido sobre todo, a su experiencia mística trinitaria. Es el suyo un caso singular de madurez precoz. A través de su Diario Espiritual sabemos que, a medida que se perfecciona su temperamento, Isabel va experimentando su interior como un espacio luminoso, donde vive Dios.
Una fe que le hace vivir en el cielo de su alma el otro cielo que espera, pero que ya puede disfrutar, aquí y ahora, amando.
Pasa horas en la iglesia, tanto que despierta curiosidad en quienes la observan. Una observadora indiscreta, extrañada le preguntará: – ¿Tanto es lo que tiene que decir a Dios? Y la respuesta de Isabel es así de contundente, – Nos amamos, señora. La frase revela que su fe no es sólo intelectual ni fruto de un comportamiento sino que es, también, profundamente afectiva.
Isabel vivió poco pero intensamente. No fue una intelectual ni frecuentó la universidad. Su vida espiritual tampoco se caracterizó por fenómenos extraños, pero sí por una extraordinaria fe en la presencia de la Trinidad en su corazón: esta fe es precisamente lo extraordinario. Una fe que le hace vivir en el cielo de su alma el otro cielo que espera, pero que ya puede disfrutar, aquí y ahora, amando. Dijo: «He hallado mi cielo en la tierra pues el cielo es Dios y Dios está en mi alma». Expiró pronunciado estas palabras: «Voy a la luz, al amor, a la vida».
Isabel pertenece a ese grupo de personas ilustres no sólo por su potente pensamiento, sino por el esplendor de la realización de ese pensamiento en el campo de la vida personal. No escribió grandes tratados de teología porque ella, Isabel, es el mensaje: «la fe es más cuestión de amor que de razón; la infinitud no se agota en la estrechez de una cabeza sino que requiere los horizontes inmensos que da un corazón». Dios que es Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo; es un Dios «que ama y que me ama». Un Dios que existe amando.
Isabel pertenece a ese grupo de personas ilustres no sólo por su potente pensamiento, sino por el esplendor de la realización de ese pensamiento en el campo de la vida personal.
El hombre de todos los tiempos busca la felicidad. En los momentos que vivimos, dominados por la razón, una inteligencia a la que incluso llamamos «artificial», se vive con miedo a la muerte y se quiere eludir el futuro viviendo bajo este eslogan: «Probablemente Dios no existe, disfruta la vida». En este tiempo de Pascua, en el mes de Mayo que vivimos de la mano de María, la vida y el mensaje de santa Isabel de la Trinidad se puede sintetizar en un tuit:
«Vive intensamente porque el cielo infinito ya está aquí; Dios existe y te ama… por tanto, seamos felices».
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