El debate de la conciliación me recuerda al caso de Galileo. ¿El Sol gira alrededor de la Tierra o la Tierra alrededor del Sol? ¿La conciliación del trabajo y de la familia debe enfocarse exclusivamente desde el punto de vista de un equilibrio entre los derechos de las mujeres y las necesidades de las empresas? O bien, ¿debe enfocarse desde el punto de vista de los tira y afloja de las carreras de la mujer y del hombre? ¿Debería plantearse como una lucha entre la familia y el Estado? ¿O deberían los centros escolares aportar una solución al conflicto, convirtiéndose en guarderías? ¿Y si hubiese un ciudadano olvidado, una tercera parte interesada de la que nunca hablamos y cuyos intereses deberían tomarse en cuenta, hasta el punto de convertirse en el centro del debate? Sin duda hablo del niño.
La ciencia no solo confirma a Galileo, pero nos proporciona información acerca de ese ciudadano olvidado en el debate sobre la conciliación. La teoría del apego, inicialmente desarrollada entre los años sesenta y ochenta por John Bowlby —psicoanalista inglés—, es una de las más reconocidas en el ámbito de la psicología del niño. A lo largo de los años, se ha consolidado como la teoría que mejor explica el desarrollo infantil. Ha sido confirmada por un cuerpo sólido de investigación en el ámbito de la psicología, de la neurobiología, de la pedagogía y de la psiquiatría. Hoy, fundamenta la mayoría de las políticas sociales y escolares en los países desarrollados.
Esta nos dice que el niño necesita un principal cuidador estable durante sus primeros 18 meses de vida para luego alcanzar una autoestima sólida, una actitud de confianza frente a sus pares, un equilibrio psicológico y para estar bien dispuesto a la exploración y al aprendizaje. Es preciso destacar uno de los sesgos de Bowlby que décadas de investigación acabaron corrigiendo: la figura de apego puede ser, también, el padre. El reconocido experto canadiense en la teoría del apego, el doctor Jean-François Chicoine, afirma: “Con la excusa de parecer ‘progresistas’, los avances sociales propuestos por los defensores del cuidado no parental están atrás con respecto a los conocimientos del cerebro del niño de los cinco últimos años en pediatría, biología, neuropsicología, antropología social”.
Los argumentos a favor de la conciliación del trabajo y de la vida personal suelen contemplar los derechos respectivos de las empresas y de las mujeres, pero casi siempre se olvidan de la parte interesada: el niño. No conozco a ninguna madre o a ningún padre que se haya planteado quedarse en casa para cocinar croquetas, o porque le guste quitar el polvo de los cuadros. Puede pasar, pero no es lo más corriente. Sin embargo, acompañar a un niño en descubrir el mundo por primera vez y en desarrollar su personalidad no es una tarea delegable. Y es una lástima que los sueldos que se cobran y los horarios que se exigen en España raramente ofrezcan otra opción a la de entregar a los hijos al colegio desde los pocos meses y casi de sol a sol.
¿Qué será de esa generación de niños cuidados por extraños, por las tabletas y las videoconsolas, que pasan los meses de verano de colonia en colonia y las tardes del curso de una actividad extraescolar a otra, y que compiten por la atención de su maestra con 25 otros niños que también la necesitan? ¿Qué será de una sociedad en la que los suicidios, los trastornos de ansiedad y las adiciones tecnológicas están colapsando la sanidad pública porque muchos niños y jóvenes se sienten solos o deben conformarse con una nanny digital en ausencia de sus padres? ¿Qué será de esos futuros empleados, managers, ejecutivos, que han crecido en esas condiciones? Milan Kundera —novelista, escritor de cuentos cortos, dramaturgo, ensayista y poeta checo— decía: “La razón por la que los niños son el futuro no es porque algún día vayan a ser adultos, sino porque la humanidad se acerca cada vez más a la infancia, y la infancia es la imagen del futuro.”
Es posible que las empresas y los gobiernos hayan dedicado poco tiempo dando vueltas a esas cuestiones, demasiado afanados en atender al corto plazo reportando a sus accionistas, o en seducir a sus votantes con medidas populistas. La infancia no suele estar en la agenda de las empresas o de la política, sino para responder a las necesidades de los padres, que sí son consumidores y votantes.
Recientemente, hemos debatido acerca de si la escuela debía estar abierta todo el año. Suele pasar que las preguntas que surgen pidiendo soluciones rápidas a problemas urgentes no atienden al asunto en profundidad. La cuestión de fondo es, ¿por qué el coste de la vida y los horarios en España no nos permiten estar más tiempo con nuestros hijos?
Esa es la razón por la que estamos pidiendo al colegio que cumpla una función que no le corresponde: hacer de guardería todos los días del año. Y es tentador convertir el debate en un caballo de batalla político que atiende a los síntomas, pero sin remontar a las causas. La solución a la necesidad de conciliar no puede reducirse a adelantar la edad de escolarización, a abrir el colegio 365 días al año o a ampliar los horarios escolares.
Estamos pidiendo al colegio que cumpla una función que no le corresponde: hacer de guardería los 365 días del año. La cuestión de fondo es, ¿por qué el coste de la vida y los horarios no nos permiten estar más tiempo con nuestros hijos?
Es bueno ofrecer la opción de una cierta flexibilidad para dar libertad a las familias de organizarse adecuadamente, pero teniendo en cuenta que el centro escolar no es una guardería. El colegio no es un parking de niños. Es el lugar en el que se desarrollan, adquieren virtudes, conocimientos y sabiduría, pero como una continuación del hogar y asumiendo un papel de subsidiaridad. Dejarles en el colegio todos los días del año del alba al ocaso no responde a sus necesidades reales. Necesitan consolidar su apego con sus padres estando cerca de su mirada estable y cariñosa, necesitan arraigarse en su hogar compartiendo tiempo con los que les aman incondicionalmente.
En cientos de miles de hogares de España, los horarios de las distintas etapas escolares no están armonizados, ni entre sí ni con los horarios laborales de sus padres. Y el medio día empresarial está pensado en dar lugar a comidas de negocios interminables: dos horas perdidas para gran mayoría de los empleados, que no pueden aprovechar ese tiempo para hacer recados porque todo está cerrado. ¿El resultado? Todos los miembros de una misma unidad familiar desayunamos, comemos y, a veces, incluso cenamos en lugares distintos y en horarios distintos.
Lo mismo ocurre con el despertar y la hora de irse a dormir. Los niños y jóvenes pasan las tardes y los veranos solos en casa, en muchos casos delante de una pantalla. O van paseando de una extraescolar a la otra para hacer tiempo mientras sus padres llegan agotados e impacientes a casa para ayudarles a hacer los deberes a las tantas de la noche.
¿Cómo se puede tener una vida familiar normal en esas circunstancias? ¿Cómo se puede tener conversaciones? ¿Compartir? ¿Acompañar a los hijos y ayudarles a ser personas fuertes y resilientes? ¿Descansar y disfrutar juntos? Educar requiere tiempo, ¿cuándo encontrarlo? ¿Cuándo tendrá lugar la transmisión de la cultura y de las tradiciones que tantas veces ocurre alrededor de una mesa? ¿Cómo podemos hablar de sostenibilidad energética en los desplazamientos si cada uno de los miembros de la unidad familiar tiene una hora distinta de salida y de llegada?
Nos dijeron, para aligerar la carga de culpabilidad, que lo que importaba era la calidad del tiempo con los hijos, no la cantidad. Una mentira que se esfuma rápidamente. No solo por lo que nos cuenta la literatura sobre el apego, sino también por lo que nos infunde el sentido común. Tan solo hace falta imaginarse la cara del jefe al pedirle cobrar lo mismo trabajando “con calidad” la mitad de las horas.
Cuanto más lo pienso más me parece que buscar la clave al debate de la conciliación en el enfrentamiento de los derechos de las mujeres y los de las empresas, del hombre o del Estado, apunta lejos de la diana. Es un enfoque anticuado. Tan anticuado como la teoría que defiende que el Sol gira alrededor de la Tierra. El debate de la conciliación debe centrarse nuevamente para ajustarse a la realidad. Las necesidades de los niños y jóvenes deben también, y sobre todo, tener protagonismo en ese debate. Y, para ello, los horarios —tanto de las empresas como de los colegios— deben reajustarse para tomar en cuenta esas necesidades reales. Y no debería considerarse sospechoso de herejía, como lo fue el heliocentrismo de Galileo, pedir que las decisiones políticas, empresariales y escolares giren alrededor de ello. Sí, los niños necesitan a sus padres, a sus madres.
Hemos de repensar nuestra sociedad para atender a esa realidad. Y eso no debería entenderse como una carga, sino como una maravilla, pues no hay un corazón mínimamente humano que no se derrita cuando se da cuenta de que otro ser inocente depende de él para salir adelante.
Publicado anteriormente en El País
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