La situación que de hecho existe detrás de la canción que Shakira ha lanzado junto a Bizarrap así como, sobre todo, las personas a las que afecta, es extremadamente delicada, de ahí que lo primero que me gustaría poner de manifiesto es el profundo respeto que se debería y trataré de tener ante ellas. Detrás de todos los comentarios, artículos como este y opiniones, hay una serie de personas que merecen, independientemente de sus actos, ese respeto infinito. Si bien es cierto que son personajes públicos y conocen y asumen el escrutinio de la sociedad, no por ello se nos legitima a hablar sin consideración sobre sus vidas y mucho menos desde una superioridad moral autoimpuesta. Shakira, Piqué, sus familias y personas allegadas aman, sufren y tienen un corazón, al igual que todos. No lo olvidemos. Nosotros bien podríamos ser ellos.
Desde el punto de vista de la mayor parte de las opiniones que he leído, la canción es un modo de venganza, una manera de expresarse. Dado que la mayoría de las canciones y melodías en la Historia han girado en torno al amor o al desamor, la ruptura amorosa es una tema tan legítimo como cualquier otro para componer. En especial, además, en el caso de una artista, de una persona cuya creatividad es un rasgo importante, su profesión y su forma de vida.
Me centraré en tres ideas que refleja. Por un lado, ese supuesto “perdón” (al hablar de “cero rencor”), por otro, el sacar algo de provecho (“las mujeres ya no lloran, las mujeres facturan”) y por último lo que late de fondo pero que, a diferencia del resto de la canción, no es explícito: el dolor que ha sufrido.
Es cierto que, en ocasiones, se nos suele tildar de pusilánimes a los católicos. Eso es una visión muy limitada del perdón del que habla el catolicismo. Shakira ha lanzado una canción en la que afirma que no guarda rencor por la herida que le ha causado alguien a quien amaba. El resto de la letra, en cambio, son dardos directos hacia esa persona. No es el perdón del que habla Dios. El perdón no es olvidar y fingir que nada ha pasado. Tampoco es un cartel sobre la frente diciendo “he perdonado, soy un santo”. El perdón es pensar qué ha ocurrido, analizar la herida, los motivos que han llevado a alguien o a mí misma a hacer daño. El perdón es reconocer el dolor, darle la importancia que tiene, ser conscientes de él para poder sanar. Consiste en caer en la cuenta de que la persona siempre es superior a la ofensa, que no se reduce ni se puede reducir un ser humano a un acto. Jesús no redujo a San Pedro a su negación: sufrió, le perdonó y le hizo Papa. No significa que debamos seguir toda la vida con alguien que constantemente nos hiere (habría que matizar el caso de los matrimonios, pero es otra cuestión).
El perdón no es olvidar y fingir que nada ha pasado. Tampoco es un cartel sobre la frente diciendo “he perdonado, soy un santo”.
Dios no nos reduce a nuestros pecados ni tampoco a nuestros triunfos. Estaríamos perdidos. El Señor ve mucho más allá. Y nos perdona en silencio, en la intimidad de un confesionario, sin que nadie se entere, sin aspavientos, con discreción. Jesús mandó al leproso que no dijese a nadie que le había curado (Lc 5, 14). No significa tampoco que debamos escondernos y quedarnos callados. Una cosa es ser discreto y otra, pusilánime. Al mal hay que plantarle cara. Pero con amor. El perdón dignifica.
En segundo lugar, se ha aplaudido el hecho de que se saque provecho económico con la canción. Es evidente que la música es el medio de vida de la artista colombiana. Gana dinero con sus creaciones, lo cual es noble. Pero parece que no se pueda llorar cuando nos hacen daño. «No lloro, sino que me hago rica. No me duele, trabajo más». La realidad es que no pasa nada por sufrir. No es malo llorar. Sufrir por amor es algo infinitamente hermoso. Cuanto más sufro, en realidad demuestro que más he amado. Y cuanto más amo, más digno soy. No es regodearse en un mar de lágrimas, no consiste en llorar sin consuelo. Consiste en conocer la herida, en saber que mi dolor es legítimo, que soy humano, que la mayor razón de sufrimiento siempre será la falta de amor. Cuando no me siento querido duele, y es lógico, porque estoy hecho para amar.
Sufrir por amor es algo infinitamente hermoso. Cuanto más sufro, en realidad demuestro que más he amado. Y cuanto más amo, más digno soy.
Jesús sufrió por amor, llora cuando muere Lázaro y ve el sufrimiento de sus amigos (Jn 11,32); llora cuando nos ve haciendo las cosas mal y haciéndonos daño (Lc 19, 41), llora antes de ser crucificado por nosotros (Hb 5, 7). El fin de la vida es el amor, no el dinero. Nunca tendremos suficiente dinero, siempre querremos más. Pero déjate amar por Dios y te sentirás pleno.
En el fondo, lo que la canción refleja es un corazón herido, humillado, lleno de dolor y angustia. Las ofensas duelen más cuando vienen de aquellos a quienes más queremos. Afecta más el comentario duro de un padre que de un desconocido. La artista ha sufrido, sí, es indiscutible. Pero la canción no habría provocado tanto revuelo si no fuéramos conscientes de que ha sido una flecha directa hacia su ex pareja y las personas de alrededor. Se ha dirigido contra ellos. Todo el mundo lo ha calificado de venganza. Y no conozco a nadie que entienda que la venganza es algo bueno en sí mismo. Cuando una persona está feliz, alegre y satisfecha, no se dirige contra otros, no se deshace en ataques, sino que esparce sonrisas y amabilidad. Cuando una persona está dolida, herida y triste entonces critica o habla mal. Si estás contento no tiendes a hacerle la vida imposible al de enfrente. Cuando alguien hace algo moralmente reprochable, es porque algo dentro de sí está roto. Detrás de una ofensa siempre hay un dolor. Y eso se aplica a Shakira, a Piqué, a ti y a mí. A todos. No se puede juzgar a la gente a la ligera, porque detrás de sus actos hay siempre un motivo, a veces incluso oculto para la persona misma.
Como leí una vez en un artículo, “no juzgues a una persona solo porque peca distinto a ti”. Trata de ponerte en el lugar del otro. Las personas siempre somos más, mucho más que nuestros actos. Sufrimos, perdonamos, lloramos, reímos, hacemos daño y pedimos perdón. Pero, sobre todo, amamos. Imperfectamente, por supuesto. Pero el amor cubre multitud de faltas (1 Pd, 4:8).
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