La primavera siempre nos anuncia la pascua. El mes de abril es un estallido de olores y colores que quieren rescatarnos del gris del invierno. Este año, un invierno duro vivido en una tríada de preocupaciones vitales: salud o enfermedad, bienestar económico o carencia, guerra o paz. A veces, el frío no se cuela por fuera sino que brota desde dentro, del escalofrío del corazón atenazado por la incertidumbre.
La incertidumbre, el no saber qué va a pasar, es un mal compañero de viaje: nos paraliza y nos hace bajar la mirada para contemplar tan solo los pasos inmediatos que vamos a dar para desplazarnos a una corta distancia y a un lugar conocido. La incertidumbre además de acortar la mirada encoge el corazón, apretado por preguntas angustiosas: ¿resurgirá el covid?, ¿se vaciarán los supermercados?, ¿me alcanzarán las bombas?
El pasado 25 de marzo, día de la Anunciación, el papa Francisco consagró el mundo, en especial Rusia y Ucrania, al Sagrado Corazón de María. El papa invocaba a Dios, por medio de María, que su Hijo el Príncipe de la Paz nos concediera tan preciado don. La paz es el humus vital sobre el que se reconstruyen las otras anheladas certezas: la salud y el bienestar económico. Fue una invitación a romper incertidumbres y levantar la mirada hasta el cielo. Del cielo no solo nos viene la lluvia sino que se derrama en abundancia la esperanza. Hoy, necesitamos invocar al Príncipe de la Paz.
En plena Cuaresma hemos pasado, silenciosamente, del invierno a la primavera: apenas hemos notado el paso de la estaciones, aunque el barro en forma de lluvia ha manchado no solo nuestros suelos y fachadas sino que ha empañado nuestra esperanza con otro suceso extraño… quizás otro mal síntoma del temido, y a veces ignorando, cambio climático… Sin embargo, este abril puede convertirse en una profecía cargada de esperanza: pasaremos del invierno del pecado, que nos esclaviza al egoísmo y nos recluye en la lejanía a de Dios, hasta la primavera de la Redención y podremos experimentar «una limpia lluvia de gracia».
El domingo de Ramos abriremos una procesión de verde esperanza, con olivos en nuestras manos; iniciaremos una semana al toque del Evangelio de la Pasión; cubriremos nuestras calles con colas de penitencia y de íntimas promesas aplazadas en el corazón; encenderemos nuestros cirios más que nunca con la llama de la fe; acompañaremos las ausencias queridas con la compañía de María, la mujer que rompe todas las soledades. Y alargaremos la mirada: no para pasar de un día a otro… sino para vislumbrar la noche luminosa de la Vigilia de Resurrección, que vence la muerte.
Este año, más que nunca, necesitamos la luz del Resucitado que rompe las tinieblas asfixiantes de lo vivido, alumbra la oscuridad densa del presente y abre los ojos a una luz que penetra el espesor de la carne y se adentra hasta el corazón, para henchirnos de esperanza. En esta «semana grande», recorremos los misterios centrales de nuestra fe: la humanidad caída en el pecado es levantada por la mano poderosa de Dios, que se hace cercana en el rostro y las manos de su Hijo, revestido de buen samaritano. Él nos levanta con la fuerza de la Cruz hasta elevarnos a la gloria de su Resurrección, causa de nuestra fe, motivo de toda esperanza y fuente del amor. La Resurrección no es una utopía para ilusos sino las señas de identidad del cristiano, que grita: ¡Cristo ha Resucitado! El desierto ha florecido y han llovido ¡mil gracias! Seamos testigos de esta Buena Noticia.
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