¿Se imagina acudir a una entrevista de trabajo y ser interrogado por su condición sexual? «¿Es usted heterosexual u homosexual?» Supongo que usted se sentiría molesto, quizá hasta ofendido, porque es materia íntima y personal. En relación con esto, medios americanos han publicado recientemente la noticia de que la Justicia se inclinó en favor de un centro educativo católico tras una demanda puesta por un profesor. El motivo fue haberlo despedido tras conocer la dirección que el profesor se había «casado» civilmente con otra persona del mismo sexo. Cuatro votos a favor y ninguno en contra.
Se deduce pues, que tras conocer la sentencia del Tribunal Supremo del Estado de Indiana (EE.UU), esa pregunta imaginaria nunca se le hizo a Payne – Elliott, el demandante, cuando fue entrevistado: «¿Es usted heterosexual u homosexual?» También se intuye que el Sr. Elliott, visto por muchos como una víctima tras ser despedido y perder el juicio, debía conocer cuando optó al puesto de trabajo que se trataba de un colegio católico.
Surgen preguntas, ¿debió el Sr. Elliott advertir que era homosexual en la entrevista? ¿Sí? ¿No? o más bien, ¿Por qué sí o por qué no debió hacerlo?
El Tribunal sentenció situando a la libertad religiosa en el lugar más preciado: «La libertad religiosa protegida por la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos abarca el derecho de las instituciones religiosas ‘a decidir por sí mismas, libres de la interferencia del Estado, los asuntos del gobierno de la iglesia, así como los de la fe y la doctrina». Comenté la noticia con un amigo, intercambio de opiniones fluido que iban llevando la conversación a escalas más profundas. En un momento dado mi amigo dijo: «Lo veo algo peligroso. Una sentencia así podría dar pie a otras interpretaciones y llegar a amparar cualquier burrada (a nuestros ojos) que sea aceptable para otras confesiones, pienso en la religión musulmana».
Seguí dándole vueltas a la cuestión, también lo he conversado con otras personas y constato que hay una tendencia,-imagino que natural- eso de ponerse instintivamente del lado del perdedor. El pobre profesor homosexual injustamente despedido porque… enseñar matemáticas o música o geografía no tiene nada que ver con que sea homosexual si es bueno, ¿no? Justificación primaria reinante en la sociedad que vivimos.
Volviendo al tema de los musulmanes, dudo mucho que se de esta circunstancia porque en sus centros educativos no se contrata a «infieles», y si así ocurriera, me alegraría mucho, pero no creo que suceda de forma general. Sin embargo, sí se da lo contrario en otras confesiones, cristianas, judías y católicas, es decir, contratar como profesores a personas de otras religiones.
La disyuntiva
Este caso nos obliga a poner la mirada en varios aspectos clave: moral, ética, fe y libertad. Una situación típica donde se presenta la disyuntiva verdad-caridad. Ser coherente con los principios rectores de las enseñanzas de la Iglesia Católica, como ha ocurrido en este caso, implica echar a una persona a la calle, se antepone la verdad, la integridad, la coherencia. Sin embargo, sabemos que las instituciones católicas sí puede (deben) emplear a personas homosexuales, ¿y eso? Si es creyente, practicante en su fe y se mantiene célibe, ¿por qué no? El meollo de la cuestión radica en que la ejemplaridad de vida ha dejado de ser una exigencia. Y por ahí la generalidad del mundo en el que nos movemos no traga, ni pasa, ni comprende, ni quiere comprender.
La misma Archidiócesis de Indiana lo confirma tras los dimes, críticas y diretes padecidos al conocerse la sentencia: «Para dar un testimonio eficaz de Cristo, tanto si enseñan religión como si no, todos los profesionales, en su vida profesional y privada, deben transmitir y apoyar la enseñanza de la Iglesia católica».
La otra faceta de la disyuntiva es la caridad, no olvidemos que una persona perdió su empleo. En un mundo como el actual donde el relativismo quedó obsoleto y asistimos a unas propuestas de modelos sociales donde prima el bienestar (personal y animal); la sensiblería; la sin razón y por supuesto ausencia absoluta de Dios, sus leyes y la sacralidad de la vida, es lógico que sociedades superficiales y sin filtros tilden a la Iglesia católica como el «malo de la película», que es intransigente con los homosexuales, LGTBI y toda la retahíla, ergo ni es solidaria, ni misericordiosa, ni conoce la caridad…
Sin embargo, resulta rarísimo que alguien se cuestione la ética en el homosexual que pretende obligar (doblegar incluso) ¡A toda una institución milenaria y cuyo precursor partió la Historia en dos! A quebrantar sus creencias, enseñanzas y moral de vida, o dicho con más rotundidad: a mercadear con su fe o a prostituirse. ¿Quién falta más a la caridad? ¿Quién es realmente la víctima? ¿El centro educativo? ¿Los niños que al ir de excursión verán con normalidad a una pareja de dos señores como si fueran lo mismo que sus padres? ¿Puede el homosexual mantener en secreto su opción de vida por preservar su puesto de trabajo? ¿No sería más fácil trabajar donde no se produzcan choques internos vitales permanentemente? ¿Quién puede vivir así?
La incontestable verdad
Yendo un poco más al fondo del asunto, el quiz en este tipo de situaciones obedece a algo de lo que hoy prácticamente ni se oye hablar: la salvación del alma. Sin ir más lejos, hoy mismo, en Misa de funeral, el sacerdote le pide a Dios «misericordia por los errores del difunto». Que no oiga que no, que el Señor no nos juzgará por nuestros errores, sino por nuestros pecados y por nuestras buenas obras, menos errores y más salvación y aspirar a ganar la eternidad. El colmo es recibir la absolución en el sacramento de la penitencia «por tus defectos», que no señores que no, que los defectos no son pecados. Y esto sucede hoy también en la Iglesia católica.
¿Dónde hay más caridad? ¿Dejando al pecador en su pecado o intentando salvar su alma? Dada la primacía en que se ha puesto la sexualidad, en lo alto de la pirámide, quizá nos resulte imposible pensar que haya personas homosexuales convertidas a Dios y que vivan felices dejando de lado la actividad sexual, le ocurrió a David Morrison. Estos casos afortunadamente se dan y se han dado, personas homosexuales que al convertir su vida a Dios logran vivir su amor al otro en profunda y verdadera amistad y sin quebrantar las leyes sagradas. Haberlos haylos.
Quiero pensar que alguien le explicaría al Sr. Elliott que el fondo del asunto no era tanto si estaba o no casado con otro señor, sino que su mayor negocio, en caso de ser católico, que lo desconozco, sería el de vivir lo católico como católico, no con una permanente división interna mintiéndose a sí mismo y mintiendo a los demás.
A fin de cuentas, el Tribunal Supremo de Indiana aplicando la ley no hace otra cosa que recoger otra sentencia evangélica que muchos parecen haber perdido de vista hoy: «Sea pues vuestra palabra, sí, sí, no, no. Lo que pasa de esto del Maligno viene» (Mateo, 5, 37). Y esta sentencia sí que sí centra la cuestión de forma definitiva.
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