Estoy a punto de entregar este artículo –correspondiente a diciembre– a la revista Woman Essentia, el gran proyecto de Pilar Castañón. Sé que no son fechas; es decir, que mi columna debería haber llegado a la redacción a principios de mes, como mandan los cánones. En mi favor diré que ha sido un retraso intencionado, pues las siguientes líneas precisaban el ambiente de los días anteriores al arranque de las fiestas navideñas, cuando el teléfono y el correo electrónico son una bacanal de llamadas de atención, molestas campanitas y avisos en rojo que anuncian una nueva notificación, y otra, y otra, y otra más… Si me encuentro enredado en alguna industria que me impide atender al momento el wasap o el email, sé que terminaré encontrándome con una pelota de mensajes apelmazados, como cuando friego la cena y los restos de las cazuelas, fuentes y platos acaban por atorar el desagüe.
Entiendo que tratemos de suavizar los compromisos sociales que van ligados a la Navidad, que busquemos un sistema cada vez más cómodo para cumplir con aquello que se espera sin especial pasión de cualquiera de nosotros. De este modo, el espíritu de campanillas y deseos de dicha solo nos exige la molestia de buscar alguna imagen relacionada con las Fiestas (los más clásicos, la reproducción de algún lienzo fácilmente reconocible; los más entrañables, la fotografía de sus hijos o nietos vestidos de pastorcitos, o de ángeles con alas de cartón; los más acomodados, con una instantánea de su belén de figuritas desproporcionadas; los más cursis y sentidos, con un tópico paisaje de invierno; los más influenciables, con el Papa Noel de la Coca-Cola o con algún tipo local (en el País Vasco, el Olentzero, que según la biblia nacionalista es un “carbonero mitológico” a la altura de Júpiter y Saturno, pero con chapela, pantalón de pana y una generosa barriga sobre el cinturón. En Cataluña, el caganer, que fue la anécdota de los nacimientos, el personaje por el que los más pequeños dibujaban sonrisas maliciosas mientras trataban de hallar su escondite entre el musgo, las casitas de corcho y las montañas, seguros de estallar en carcajadas inocentes en cuanto el primero de ellos lo delatara, señalándolo con el dedo); y los hay también que felicitan con una instantánea de sus vacaciones de verano, o con el retrato fotográfico de su perro o de un dragón barbudo, reptil que el gobierno permite que tengamos a modo de mascota, por si necesitamos unos oídos en los que volcar nuestra soledad.
Después están las frases, el mensaje-mensaje, que varían según sean los gustos: desde unos versos de Gloria Fuertes a una de las miles de falsas citas firmadas por Einstein, Benedetti, Gandhi o Nelson Mandela. Otros, prudentes, componen unas someras frases que hacen una referencia aséptica a “estas Fiestas”, sembrada de términos como “amor”, “fraternidad” y “paz”. Los hay que aprovechan para colocar el logotipo de su empresa como colofón a un impersonal “Feliz Navidad” en cada uno de los idiomas oficiales que recoge nuestra Constitución. También, por supuesto, la muy acertada selección de un pasaje evangélico que presente la fuerza del Misterio que da sentido a estas semanas. Y, cómo no, la ampulosidad recargada de gente como José Luis Rodríguez Zapatero o Pedro Sánchez, que desde la poltrona rebozan sus buenos deseos con una montaña de adjetivos pomposos y de adverbios acabados en “mente”, de gerundios y anacolutos, de sustantivos y verbos aparatosos con los que son incapaces de transmitir un contenido inteligible. Por último, los hay capaces de redactar una felicitación sincera, sencilla, unida a lo que sucedió en aquel tiempo que originó la razón de la alegría y la esperanza aunque no la vinculen, de uno en uno, a sus remitentes.
Cuando estos días me llega la alerta de un nuevo mensaje, me molesto en comprobar cuáles son las tres o cuatro primeras palabras de su contenido, con las que es fácil prever si se trata de una comunicación hecha desde el corazón (de tú a tú, vamos) o si es obra de algún bienqueda, lo que merece un borrado inmediato. Abrir un wasap o un email en estas fechas conlleva sus riesgos. Si somos un destinatario más de un mailing masivo, perderemos el tiempo con la lectura de un parabién despersonalizado. Qué no será si, además, se nos exige descargar un archivo para ver y escuchar una canción navideña, un vídeo pretendidamente jocoso o un lento desfilar de postales rotuladas con los versos, las citas y las esquelas vacuas que aborrezco.
Lo que me gustan son los envíos encabezados con un “querido” al que sigue mi nombre, sobre todo si hacen mención a algún hecho compartido en la intimidad de la amistad, pues cada una de esas felicitaciones sabe a novedad. Lo que me gustan son las llamadas con las que uno se cuela de rondón en casa ajena, para escuchar una voz reconocible a lo largo del paso de los años. Lo que me gusta es estrechar manos, intercambiar de miradas y sonrisas, abrazos y besos, querer aún más a quienes ya quiero, que son los mismos con los que me gustaría romper a caminar por esas sendas de pan rallado, por esas trochas de serrín, por esos puentes que salvan la corriente de los ríos de papel de plata… que conducen hasta una escena que no cansa: hay un matrimonio muy joven que protege a un recién nacido. Los tres recuperan el sueño en el rincón de un establo.
¿Qué te pareció este artículo? Deja tu opinión: