Si por mi hija pequeña fuera, el belén tendría un lugar propio en el salón durante los doce meses del año. Y la entiendo: en mi infancia, en el caso de que yo hubiese tenido capacidad para organizar la decoración de la casa, también hubiera dejado un nacimiento perenne en la estantería que ocupaba una enciclopedia que apenas abrimos (siento una ligera piedad por aquellos autores que firmaban las voces de aquellos volúmenes, arrastrados hoy al olvido por el huracán de internet).
Una vez faltaron mis padres, aquel belén pasó a mis manos. Fue emocionante y divertido la primera vez que lo colocamos en nuestro hogar: mis hijos estudiaban con atención cada una de aquellas figuritas, a medida que yo las iba sacando de una caja; no en vano eran las mismas que sedujeron a su padre cuando fui, como ellos, un infante de pantalón corto, peinado con agua de colonia y raya a la izquierda.
Cada una de esas esculturas de arcilla pintada, compradas aquí y allá por mi madre, venía envuelta en hojas de periódico. Desenvolverlas fue la tarea que más me agradó, y no tanto por los recuerdos que desprendían la castañera, el pastor, la mujer que transporta sobre un hombro una cántara de miel, como por lo que aquellas páginas traían impreso: las noticias de un día de enero colgado en el pasado y congelado en la tipografía del ABC. Estaban amarillentas, por supuesto, y teñidas de barro por el roce con los distintos personajes del nacimiento. Salvo el Misterio, que la Virgen, san José y el Niño tienen otra categoría: cocidos y vidriados, por lo que no pueden soltar el polvillo de los gañanes y lavanderas, de los Magos y soldados, elaborados de una manera más tosca y que, sin duda, se vendieron más baratos.
Las envolturas del ABC habían sido cortadas a mano, rasgadas aquí y allá, dobladas y estrujadas, que lo mismo recogían medio artículo junto a un cuarto de anuncio, como parte de una fotografía de la sección de huecograbado o alguna viñeta del Cándido de Mena. Con paciencia, casando por aquí aquella que guardaba al hebreo que degollaba un cordero con la que protegía al que hacía sopas de pan, compuse la página doce o la cincuenta y tres…, que los periódicos de antes traían contenido porque contaban con una redacción abultada que se permitían el lujo de sacar cuadernillos especiales.
Aquella primera Navidad de casado en la que dimos vida al belén de mi infancia, el salón se convirtió en un campo de batalla cruenta, de esas que tanto gusta reproducir el cine contemporáneo, en el que la sangre salpica al espectador. Porque los miembros seccionados (manos, brazos, piernas… y hasta cabezas) caían con peso muerto sobre la alfombra cada vez que desempaquetábamos una figurita. Podría haberlos pegado con cola, pero comprendí que no tenía sentido: enseguida mis hijos se echaron a jugar con ellas como si fueran soldaditos de plástico, sin atender su fragilidad. Así que metí los deshechos en uno de aquellos recortes, con el que hice una improvisada fosa común.
Porque así son los belenes caseros, hija mía, una dulce suma de desequilibrios y desproporciones que clama por unos ojos inocentes como los tuyos.
Si por mi hija pequeña fuera, los ríos del mundo serían de papel de plata, el mismo con el que cada mañana envuelve su bocadillo. Y en cada uno de esos ríos habría un cisne de plástico. Y una mujer bataneando un trapo. Y un inseguro puente sujeto entre montañas de corcho. Y habría palmeras como único arbolado. Y viviendas de cartón en las que no caben habitaciones. Y gallinas y conejos. Y cabras y ovejitas, muchas ovejitas, cada cual con cinco o seis corderos, todos iguales y en la misma postura. Y un pesebre donde duerme un niño desabrigado, a pesar de que es de noche. Sobre el cielo de cartulina pende una estrella de la que sale la cola de un cometa. Y en cada rincón, mal escondidas, parpadean bombillitas de colores en un sueño azul y rojo, ámbar y verde. Alguna que otra está fundida, porque así son los belenes caseros, hija mía, una dulce suma de desequilibrios y desproporciones que clama por unos ojos inocentes como los tuyos.
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