Los veranos tienen sus canciones, un tópico del que me desenganché hace muchos años, cuando culminé la cadena de bodas de amigos porque ya estábamos todos casados o porque los que permanecían solteros reflejaban un futuro en el que no se adivinaba compromiso, colgué el chaqué de testigo, colgué el traje de invitado. Renuncié a los bailes postnupciales y me olvidé de “Tengo un tractor amarillo”, “El venao”, “Bomba” y demás martilleos que nada tienen que ver con mis melomanias, que son mucho más clásicas, rancias a juicio de mis hijos, que no soportan la retahíla de mi MP3, que archiva desde rancheras a palo seco a flamenco más bien ligero, y entre medias el mundo de la balada de Julio Iglesias y José Luis Perales, por no ir más allá de nuestra lengua.
La canción del verano es la sonorización del tiempo de vacaciones, del asueto, de la tranquilidad, del que por un tiempo nos hemos alejado de las obligaciones y, seguramente, del entorno habitual en el que se suceden los días
En todo caso, hubo un verano que coincidió con el inicio de mi veintena, en el que Emilio Aragón dominó las verbenas estivales (aún el calendario de bodas no había dado el chupinazo). Se trataba de un disco con el que el singular showman se sacó de la manga una colección de temas desenfadados, en una prolongación del papel que jugaba como presentador de concursos en la recién parida Telecinco.
De hecho, las Mamachicho (hoy sus numeritos estarían prohibidos, y no solo por su aspecto de carne de cabaret sino por el picante de sus letras) le acompañaron durante la gira de conciertos que realizó por España, ya que solo el repertorio no era demasiado extenso como para justificar el precio de la entrada. Entre los hits de aquel álbum (cuyo mérito fue que el público proclamara más de una de sus pistas como canción del verano) destacaron “Cuidado con Paloma, que es de goma” y “Te huelen los pies”, reflejo del contenido burlón de aquel Milikito que en sus inicios completó el trío de Los Payasos de la Tele con un cencerro y una mudez temporal, remedando a Harpo Marx.
Tiene gracia (al menos yo se la veo) que la televisión programara la retransmisión de uno de los conciertos de aquella gira gamberra, en concreto el que se celebró en los jardines del Joy Eslava de El Puerto de Santamaría, hoy un decrépito descampado. Y tiene gracia porque en la primera fila, saltando y bailando como una peonza, estaba la que con los años se ha convertido en mi esposa.
Lo descubrimos hace unos meses, curioseando en Youtube con nuestros hijos para que conocieran la simpatía de Aragón cuando llevaba una guitarra eléctrica en las manos. Los planos son muy breves, apenas unos segundos en los que se la ve encabezando al público, que parecía conocer de memoria los ritmos y las letras de aquellas composiciones. Y lo mejor -prometo que es verdad- es que antes de darle al play de ese vídeo de Youtube me llegó el eco de un recuerdo: yo había visto ese concierto por televisión en agosto de 1991, y sabía que allí estaba mi mujer. De hecho, como si fuera un adivino, anuncié a mi familia la sorpresa que nos esperaba. Y acerté.
La canción del verano es la sonorización del tiempo de vacaciones, del asueto, de la tranquilidad, de que por un tiempo nos hemos alejado de las obligaciones y, seguramente, del entorno habitual en el que se suceden los días. Por eso a la canción del verano no se le exigen filosofías, un contenido enjundioso, unas metáforas salpicadas de genialidad y trabajadas con tiempo, tampoco un mensaje profundo. A la canción del verano se le pide que exprese la alegría de la libertad, del descanso, del buen tiempo, de la posibilidad de trasnochar, de las fiestas populares, de los encuentros con los amigos, del lujo de poder pasar unas horas tomando el sol, sin llamadas de teléfono ni gestiones que realizar. No son canciones que exijan un monumento ni un premio de prestigio. Son olvidadizas, como aquellas que guerreaba Emilio Aragón por las tablas de tantos escenarios.
La celebración no puede quedarse pendiente, como un abrigo en un perchero, hasta el próximo agosto. La vida en sí es una larga celebración cuyo motivo no es otro que estar aquí, respirando frente al sol que nace todas las mañanas
Ahora que el verano se ha acabado, que comienza el curso, que el bronceado se marchita, que regresamos a nuestras obligaciones, que recibimos un montón de facturas pendientes de pago, se me ocurre que habría que inventar una canción del otoño. Y otra del invierno. Y otra, por qué no, de la primavera. Y que todas ellas fuesen igualmente festivaleras, que festejasen la vida -la rutina en la que solemos desenvolvernos-, que tuviesen letras tan huecas como las que interpretaba Georgie Dann (“El bimbó”, “Carnaval carnaval”, “La barbacoa”, “El chiringuito”…), con sus pasos de baile mostrados por unos danzarines horteras. La celebración no puede quedarse pendiente, como un abrigo en un perchero, hasta el próximo agosto. La vida en sí es una larga celebración cuyo motivo no es otro que estar aquí, respirando frente al sol que nace todas las mañanas.
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