Un programa de televisión exige una producción tan cara que nunca se deja a la casualidad. En la parrilla todo tiene su intención, su por qué y su para qué, refrendado con el informe de audiencias que los directivos reciben cada mañana en sus despachos. Cuanto más sube la curva, más dinero y más poder.
Insisto: nada se deja al azar, desde la contratación de un presentador al vestuario de los participantes en un concurso, de la decoración de un escenario al colorido de un anuncio. Y qué no decir de los guiones. Cada segundo está medido, cronometrado, escrito, previsto, ensayado, retocado, vuelto a grabar… porque con los millones no se juega, ni con la oportunidad de asomarse a la intimidad de millones de hogares. Quienes manejan el negocio saben que una familia entregada al televisor deja de ser libre, para quedar atrapada en sus manos.
Antes de continuar, me veo obligado a advertir de mi incapacidad para el escándalo. La vida me ha dado la triste ocasión (¿a quién no?) de conocer las miserias de estos seres miserables que somos los hombres, empezando por las mías. Por tanto, nada ni nadie va a encenderme los colores, tampoco los profesionales de la tele que se jactan de la basura que producen segundo a segundo, que es la unidad de medida que utilizan. Sí me hiere, sin embargo, la pasividad con la que aceptamos la violación habitual de la inocencia de los niños por parte de esta industria, toda una pederastia en abierto, en directo y en diferido. Y también me hiere la indiferencia que mostramos ante la destructiva desnaturalización de la mujer.
Que unos tipejos de medio pelo representen a la televisión pública en un concurso europeo de canciones, me la traería al pairo si los emolumentos que cobran por semejante inmundicia no salieran de lo que cada mes me sustrae la hacienda pública. Me importaría una higa si el equipo técnico abusa del rojo del infierno en la puesta en escena del numerito, o si la estúpida letra de la pieza eleva el demérito de ser una puta (“zorra”, le dicen, por el aire animalista del mismo concepto) a una cualidad de la mujer poderosa, o si la vocalista se acompaña de dos bailarines que, a modo de colofón del grosero número, terminan con el culo al aire y en pompa, ataviados con un corsé. Lo que me preocupa respecto a este vómito de mal gusto es la indefensión de los cientos de miles de menores de edad a quienes, por tradición familiar, va dirigido el festival de Eurovisión. Una lluvia de tangas y de zorras cae sobre los pequeños mientras estos ruedan sus cochecitos de metal sobre la mesa del salón o le ponen el chupete a un Nenuco. Es en ellos donde adivino la maldad de quienes no ofrecen un solo instante de televisión que no venga cosido a un interés, en este caso el de pervertir a los niños, lo que es –insisto– una violación en toda regla a quienes, por edad, tienen el derecho de disfrutar de la inocencia.
Me lamento de la pasividad con la que aceptamos semejante crimen: someter a nuestros hijos, a nuestros nietos, al espectáculo dantesco orquestado por aquellos que merecen entrar en una cárcel o un loquero. «¡Zorra!», insiste el estribillo que la infancia bailará en la fiesta de la espuma de las verbenas veraniegas; «¡Zorra!», llamarán los púberes a las chicas con las que comparten pupitre, con toda la violencia del insulto y toda la vejación de su significado; «¡Zorra!», pedirá las adolescentes que les piropeen los chavales de su edad; «¡Zorra!», se dirán unas menores a otras. «¡Zorra!» será la madre, «¡Zorra!» será la hija, «¡Zorra!» será la abuela, «¡Zorra!» será la nieta, putas de generación en generación a causa del maniqueo “empoderamiento” que colorea la tele.
Lo inevitable es que en este jolgorio que deforma la realidad hasta envilecerla, la mujer vuelve a ser el sexo débil, por más hombres de culo depilado que les bailen el agua dentro en la zorrera.
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