En las Coplas del payador perseguido, e l compositor argentino Atahualpa Yupanqui pone en boca de un cantor –que con su guitarra improvisa versos en las cantinas y en las hogueras alrededor de las que se reúnen los gauchos– una estrofa con mucha enjundia: <<La vanidad es yuyo malo/ que envenena toda la huerta./ Es preciso estar alerta/ manejando el azadón./ Pero no falta el varón/ que la riega hasta en su puerta>>. Aclaro que en el sur de América llaman yuyos a las hierbas silvestres, que crecen mezcladas con el cereal y las hortalizas, por lo que la metáfora no puede resultar más sugerente.
Aunque no las veamos, las malas hierbas se arraigan en el corazón de los artistas. Un tonto orgullo nos hace creer que todo aquello que firmamos (ya sea una canción, un cuadro o una novela) es excelso, una suerte de favor que le hacemos la humanidad para que se reconcilie con la belleza o para que se entregue a nuestra perversidad. A fin de cuentas, somos exhibicionistas de nuestro interior, lo que suelo describir con un <<vivimos en un escaparate>>.
En la desfiguración cubista de Picasso, estaba Pablo con todos sus demonios. En la grandiosidad musical de Wagner, las ínfulas con las que el genio pisaba la moqueta de los teatros del corazón de Europa. En la habilidad para modelar sus desnudos con trazos violentos, Rodín expresaba su vanidosa lujuria, de igual modo que Chaplin se asoma a la pantalla con todas las heridas de su miserable infancia. Los pies de Rudolf Nuréyev, fotografiados por Richard Avedon, son el mejor retrato del sacrificio por un fin que no tiene valor en sí mismo (así es el arte cuando se evapora en su ejecución momentánea). Y qué decir de la poesía, que abre en canal el pecho de sus autores. En resumen, sin el yuyo malo de la vanidad, del exhibicionismo como necesidad, no tendríamos a Picasso, ni a Wagner, ni a Rodín, ni a Nuréyev ni a los poetas.
Un tonto orgullo nos hace creer que todo aquello que firmamos (ya sea una canción, un cuadro o una novela) es excelso, una suerte de favor que le hacemos la humanidad para que se reconcilie con la belleza o para que se entregue a nuestra perversidad.
Quienes nos sabemos repletos de vanagloria deberíamos, eso sí, aceptar de igual modo las flores como las ocasiones en las que el público nos toma a chufla. Es el precio de la fama, que nos hunde en el barro para que nos demos cuenta de que nunca sumaremos méritos que nos hagan merecedores de un hueco en los sótanos del Olimpo.
Todo esto viene a cuento de una de mis acuarelas. De mis acuarelillas, que es como las califican algunos espectadores (seguramente con razón). El motivo de aquella pintura al agua son unos niños vestidos con los trajes regionales de Ibiza, a quienes encontré en una visita invernal a la isla. Allí los retraté, convencido de que, una vez colgara el cuadro en una exposición o en mi página web, conocidos y desconocidos me harían la ola.
A un amigo le gustó aquella obra y decidió comprarla, para convertirla en un regalo de bodas. Dicho y hecho; hubo una transferencia y un envío de la acuarela, de la que me despedí en las oficinas de correos. Desde ese día no volví a saber de ella. La imaginaba luciendo en la pared de un salón, del recibidor de una casa elegantemente decorada.
La sorpresa llegó hace unos días en un wasap. Mi amigo me contaba que acababa de visitar a aquel matrimonio destinatario de su presente, que con el paso de los años han ampliado la familia. Como él esperaba, la acuarela se encuentra en la vivienda, pero en lugar más modesto del que yo le adjudicaba: la habitación de los niños. A estos, les asustaba la expresión de aquellos pequeños ibicencos; algo en su expresión les alteraba el sueño.
En otro wasap me enviaba una fotografía del cuadro. Me llevé las manos a la cabeza, pues aquellos ibicencos vestidos para las fiestas patronales no eran los que yo pinté. Se conservan sobre el papel sus cuerpos, los trajes regionales y el fondo indefinido. Pero sus rostros, esos rostros que tanto me costó dibujar, se han transfigurado. La madre, ni corta ni perezosa, se había propuesto disipar el terror infantil sin renunciar a la acuarela. Un día la descolgó, le quitó el marco, tomó la lámina y, con una pericia más que cuestionable, manchó un pincel en las pinturas escolares de sus hijos para practicar a los protagonistas un lifting en toda regla.
La vanidad que describe a todos los artistas, esa vanidad rabiosa que me hace sacar pecho cuando alardeo de mis trabajos literarios y plásticos, se fue inmediatamente por el sumidero de mi orgullo. El atrevimiento de aquella madre ha convertido mi trabajo en un Ecce Homo como el de Borja… Parafraseando a Atahualpa, su atrevimiento ha actuado como el azadón que arranca los yuyos malos antes de que arruinen mi cosecha.
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