Porque yo lo valgo. Soy vital, independiente y profesional. Decides quién eres, cómo vestir y qué decir. No te paras en el qué dirán. Eres el dueño de tu destino. ¡Que nadie te pare! Tienes todo para ser lo que quieras. Y al que no le guste que no mire. Y, sobre todo, tienes derecho a todo, porque cualquier cosa que sientas, es ley.
Esta es una de las formulaciones más comunes en nuestros días de la gran falacia de la soberbia que nos lleva al abismo. Vivimos en una sociedad juanpalomizante llena de trastornados obsesivo-compulsivos por la autorreferencia pictórica instagramera y gorgojeadora en 140 caracteres. Todo queda supeditado a lo que quiero, cuando quiero, como quiero, con o contra quien yo quiera. Porque yo lo valgo.
A esta sociedad adolescente algún adulto capaz debería decirle que ya está bien de tonterías, egoísmo y banalidad. En otros tiempos, cualquier ser medianamente civilizado le habría recetado -y administrado en el mismo acto- un necesario soplamocos de esos que hacen que no se te olvide así cumplas más años que los bisontes de Altamira.
Ojalá sea esta peste que padecemos (al menos, que sirva para algo más que para sembrar muerte y discordia) el bofetón que con tanta urgencia necesita esta sociedad eternamente púber, pagada de sí misma y llena de autocomplacencia. Lo digo al modo de un padre indignado con el hijo adolescente, sabiendo que si el hijo es así, no es culpa suya, o no sólo, sino que buena parte de la culpa es del progenitor.
Quien practica la humildad es consciente de su condición, de su dignidad intrínseca, de su valor como ser humano y, precisamente por eso, no necesita del aplauso
Durante años hemos condenado en un agujero adosado a la celda de Edmundo Dantés en la Isla de If, virtudes y valores que hoy parecen ocultos y hasta proscritos. La verdad, la libertad, el sacrificio entre tantos otros. Y por supuesto, la humildad, que es una virtud tan mal entendida como despreciada en nuestros tiempos.
Lejos de ser una especie de falta de autoestima, de un abajamiento moral indeseable, la actitud humilde denota en su poseedor completamente lo contrario. Quien practica la humildad es consciente de su condición, de su dignidad intrínseca, de su valor como ser humano y, precisamente por eso, no necesita del aplauso, el reconocimiento, la adulación y el éxito perpetuo.
Para quien se sabe digno por naturaleza, todo lo demás le sobra. Sobran los reconocimientos aunque se tenga éxito y la recompensa sea bien merecida.
Ya, ya se sabe que a nadie le amarga un dulce: una caricia, unas palabras de ánimo, una promoción profesional, un abrazo. La diferencia está en cómo se recibe. Si en modo adolescente imposible que sólo ve derechos por todas partes sin obligaciones o con la normalidad de quien sonríe al recibirlo consciente de que su actuar y su autopercepción no dependen del elogio externo.
Niégate a ti mismo, rompe el molde. No tengas miedo a ser rebelde de verdad. Deja una huella profunda y discreta que se encuentra en los actos delicados y audaces. Sé humilde.
Sólo desde esta posición es posible entender vidas ejemplares de personas que se niegan a sí mismas y a los falsos derechos irrenunciables que nos vende la sociedad actual. Sólo desde la negación de uno mismo, entendida como la entrega a los demás sin condiciones es posible construir una sociedad madura e ilusionada, sensata, responsable de sí y de su entorno, paciente ante las dificultades y esperanzada en el futuro.
Niégate a ti mismo, rompe el molde. No tengas miedo a ser rebelde de verdad. Deja una huella profunda y discreta que se encuentra en los actos delicados y audaces. Sé humilde.
Y empieza por lo sencillo. Haz la cama a diario sin quejarte. Prepara la noche antes el desayuno para tu familia. Vacía el fregaplatos sin quejarte. Resuelve ese asunto que tanto se le atraganta a tu compañero de clase o del trabajo. Pasa por alto eso que te saca de quicio de tu cuñado. Muérdete la lengua si es preciso para evitar un escape de ponzoña interior, que de todo tenemos. Cede el paso. Compra flores. Simplemente, sonríe. Pon tu mejor cara en el plan que no te apetece, sin que se note. Reconoce tus errores con sinceridad y ponles remedio o repáralos en la medida en que se pueda. Agradece el mérito ajeno…
Tú ya sabes lo que vales como ser humano. No depende de los reenvíos y aprobaciones en las redes, ni de tus ‘éxitos amorosos’ (a cualquier cosa se le llama éxito y amor, valga el apunte) de fin de semana. Ni siquiera de tus notas, ni del éxito profesional. Tampoco del reconocimiento en casa o entre amigos.
Por eso la humildad sólo es posible desde un conocimiento profundo del valor intrínseco del ser humano. Quien se sabe amado de manera incondicional, más allá de los errores, los desplantes y las limitaciones tiene mucho ganado para actuar con humildad en medio de la frivolidad imperante que confunde el valor del ser humano con el precio de su éxito social.
Sólo así es posible decir, con sentido verdadero: “Soy humilde, porque yo lo valgo”.
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