Bastante tenemos los españoles con Sánchez y su banda en el Gobierno, como para ahora a las puertas de la Navidad, los católicos adentrarnos en una diarrea innecesaria y ser testigos, minuto a minuto, del gallinero o desmadre que en el católico mundo (para regocijo de algunos hermanos protestantes), ha provocado la última nota publicada desde el Dicasterio para la Doctrina de la Fe, Fiducia Supplicans (que se podría traducir como un ‘Pidiendo confianza’).
Ya comenté en mi anterior artículo «Sursum corda o relativismo eclesial» señales inequívocas de que el relativismo apresaba con sus zarpas tanto a personas como a documentos, así como a directrices pastorales desde las más altas instancias católicas. La realidad es que atravesamos una suerte de protestantización (si se me permite el palabro) de lo católico.
No creo que este artículo de opinión sea el lugar para realizar una disertación sobre la Declaración, ya comúnmente denominada «bendición de homosexuales». La he leído entera y surgen preguntas, también pensamientos más profundos que omitiré esta vez.
Repaso en mi vida las veces que he pedido la bendición y por más vueltas que le doy, sólo recuerdo una ocasión, porque la bendición habitual es la del final de la Misa, que entiendo yo que como dice el documento citado, es una bendición descendente, de Dios al pueblo, a través del sacerdote. Pues la vez aquella que me trae la memoria fue en la sacristía de la Iglesia del Monasterio de la Encarnación (Ávila), donde una amiga y yo nos acercamos a saludar al Cardenal Cañizares, quien iba a celebrar la Misa. Entonces era nuestro obispo, el de Toledo, así que estuvimos conversando un rato con él, y al terminar mi amiga me dice «es un cardenal, le pedimos que nos bendiga, ¿no?» Y así fue, le pedimos la bendición, nos recogimos, conscientes de que provenía de un Cardenal de la Iglesia, nos persignamos y nos fuimos a celebrar la Transverberación de Santa Teresa en el día de la Fiesta de San Bartolomé. Mi amiga lleva felizmente casada más de 25 años, así que esta escena queda lejos de lo que la Declaración expresa.
La realidad
Desconozco la costumbre de pedir la bendición en otros países, desde luego aquí en España los fieles no tenemos esa costumbre de pedirla como algo habitual. Otra cosa muy distinta, es que haya personas del colectivo LGTBI que dado que ya lograron imponer su dictadura totalitaria contra la naturaleza humana, una vez logrado neutralizar al verdadero y único matrimonio que lo es entre hombre y mujer, y alcanzado con suculentos millones las cotas políticas para propiciar cambios legislativos, pues ahora, dan otro paso más: neutralicemos a la Iglesia católica, nuestro enemigo más real y profundo. Hagámonos visibles, pidamos bendiciones para que se vean obligados a reconocernos y a darnos el estatus eclesial que nos merecemos. Civilmente ya hemos ganado, están a nuestros pies.
Porque… ¿Qué otra explicación cabe? ¿Ocurre en todo el mundo que los sacerdotes se encuentran desbordados ante la avalancha de petición de bendiciones por parte de parejas no casadas sean heterosexuales u homosexuales? Permítanme que lo dude.
Me inclino a pensar que hay un intento de ir preparando el camino, ¿a qué? Pues a varias cosas y todas graves. ¿Llegaremos a tener que ver y admitir como normal que un día se nos diga «somos Juan y Javi, tus sacerdotes, vivimos juntos, somos homosexuales, pero vivimos castamente». Suena estrambótico, pero ¡Oiga! Que de facto, ya en Alemania hay obispos que han pedido «que se deje de reprimir a sacerdotes homosexuales y se vean obligados a vivir en la intimidad sin poder expresar públicamente, que tienen sus parejas».
Hay otras partes de la Declaración discutibles. Otorga a la bendición un lugar y un papel como si fuera algo vital e importante en la vida del católico, cuando, oiga, realmente, que sí, que le damos el valor que tiene, pero transformar lo que se dice transformar una vida y orientarla a Dios, al menos a mí, nunca se me ha enseñado como algo esencial para mi crecimiento espiritual, y dudo que al resto también.
Lograr acercar a las personas a Dios y a la iglesia es cosa de la oración asidua, de acudir al confesionario con regularidad, recibir el perdón por los pecados y disponer un corazón en tensión permanente por amar a Dios sobre todas las cosas.
Quienes hemos vivido la muerte de seres queridos sí sabemos la importancia de los últimos sacramentos, de esa bendición final para la persona que ya se acerca al final. Pero la realidad es que lograr acercar a las personas a Dios y a la iglesia es cosa de la oración asidua, de la gracia santificante, de acudir al confesionario con regularidad, recibir el perdón por los pecados y disponer un corazón en tensión permanente por amar a Dios sobre todas las cosas. Pues nada de todo esto se cita en la Declaración.
Luego, vuelvo a preguntar, ¿se persigue algo en concreto con esta Declaración? Porque ni es una realidad asidua, ni universal (no hay más que ver cómo van cayendo en cascada declaraciones desde diferentes Conferencias episcopales, sobre todo desde África, donde no admiten los consejos de la Declaración) y donde además se pone el acento en un colectivo : «el homosexual». Hasta ahora, que sepamos, la Iglesia nunca se ha prestado a colectivizar a personas, sino más bien a todo lo contrario, a predicar que la conversión y la salvación del alma es personal, única e intransferible. Otra cosa distinta sea que publiquen orientaciones pastorales generales como ha hecho siempre: a la familia, al mundo del trabajo, a los ancianos, a los enfermos, etcétera. Pero asumir y subirse al carro de la colectivización de las personas, desviándonos la atención de nuestra esencia: unidad de cuerpo y alma sin compartimentos tácticos, como sí nos enseña la antropología católica, es otra cosa, es propio de los predicadores de la ideología de género, pero no de la Iglesia católica.
Nada nuevo bajo el sol
Acoger al pecador, mostrar el amor de Dios, ser pastores y laicos católicos acogedores, comprensivos y amigos del pecador que no del pecado, prestarnos a la escucha, a la famosa gradualidad, que no es otra cosa que lo que toda la vida de Dios, cualquier director de almas o director espiritual conoce como la pedagogía de Dios a través del crecimiento de la gracia en el alma de las personas, sí es lo que en la iglesia católica se lleva practicando y enseñando desde hace siglos, las cartas de San Francisco de Sales son un buen ejemplo. Así que presentarnos ahora como una novedad lo que los siervos y ministros de la Iglesia practican desde hace siglos, huele mal y huele a Tata incinerada.
Otra cosa muy distinta será profundizar, buscar mejorar, enseñar, pero el ABC lo conocemos, no cambia: bautismo, virtudes teologales y cardinales para desarrollar a lo largo de la vida; sacramentos; oración; conversión continua; vida de gracia; alejamiento del pecado; dones del Espíritu Santo; crecer en la intimidad con Dios ¡Que no es poco! y buscar la salvación eterna.
La maldita confusión
La Declaración ha revolucionado al gallinero católico. Es bonito ver cómo los fieles católicos reaccionan en modo celosísima «mamma italiana» a defender su tesoro, que es su Fe con todo lo que implica. Es triste ver que ocurra desde los hijos hacia su propia Madre, la Iglesia. Provoca desazón leer incontables textos sucintos de ironía, unos, de desprecio, otros. Un joven invitando a irse de la Iglesia católica. Otro preguntando por alguna religión o confesión más o menos seria donde irse. Un sacerdote mayor afirmando en Twitter (X) la cantidad de sacerdotes jóvenes escandalizados, perdidos y que se niegan a poner en práctica lo que dice la Declaración.
No reaccionar o hacer mutis es señal más bien de lo que ocurre hoy también en parte de la Iglesia católica como fenómeno inaudito: «callamos por caridad», lo opuesto al otro extremo que también se produce: «Reacciono con ira».
En fin, reacciones de todo tipo ante eso de bendecir parejas homosexuales. Y, salvo excepciones, estas personas no se quedan en la letra, en la forma, en lo externo y en el hecho aislado de la bendición, sino que consciente o inconscientemente van más allá y se rebelan con todas la de la ley, porque subyace un temor: esta no es mi iglesia que me la están cambiando. Y surge el miedo, la inseguridad, la desazón, la famosa confusión. Reacciones tan humanas como lógicas. No reaccionar o hacer mutis es señal más bien de lo que ocurre hoy también en parte de la Iglesia católica como fenómeno inaudito: «callamos por caridad», lo opuesto al otro extremo que también se produce: «Reacciono con ira».
Y eso, es lo que deberían cuestionarse ciertas personas de las más altas instancias jerárquicas, ¿estamos siendo pedagógicos con el pueblo católico y por tanto, delicados? O, dado que tenemos otras intenciones nos importa una higa ser pedagógicos.
Y la maldita confusión conduce a lo más doloroso: división y desunión. No, no innoven anunciando futuribles sin haberlos madurado, no lancen globos sonda, no preparen el camino al mal, sino el camino al Señor, no se pide tanto. En definitiva, no escandalicen al pueblo de Dios, un pueblo que quiere preservar su plena identidad católica, sí abiertos a toda la fraternidad humana del mundo mundial, pero este pueblo quiere a Una, santa, católica y apostólica iglesia.
¡Sursum corda!
Otras personas, de lo leído en redes sociales, artículos, etcétera, muestran desconfianza o directamente desprecio y negación hacia el próximo Cónclave. Estas personas ya ni lo pintan bastos, sino un negro, negrísimo próximo Cónclave, donde meten en el mismo saco a todos los cardenales, satanizados ellos, máxime los elegidos por Francisco. Pues no, no es así.
Ahora sí, ¡Sursum corda! Elevemos el corazón al cielo y lo más alto posible. No podemos dejarnos llevar primero de la ignorancia, y segundo por la falta de Fe y esperanza. Doy fe de que un buen porcentaje de cardenales son hombres de iglesia, cabalmente formados y algunos con una vida de santidad indescriptible.
Caer en negros futuribles a causa de un grisáceo presente es un juguete divertido para Satanás. Minar nuestra Fe, nuestra esperanza es su disfrute. Porque una cosa es ponderar, reflexionar y barajar ideas fruto del conocimiento, y otra muy distinta, vaticinar gratuitamente un futuro negro y satanizado en la Iglesia católica como se está leyendo estos días a causa, sí, de unos hombres que al menos, en apariencia y mediante escritos, más que instrucción al pueblo católico aportan enorme confusión. Más que paz, temor. Y eso no es bueno, ni sano.
Y si de algo puede servir este artículo no será sino para intentar llamar la atención a renovar la Fe y la esperanza en el futuro, sin ingenuidad, sobre todo porque ahora toca el presente y no dejarnos liar por la confusión, sino que nos lleve a profundizar en nuestro tesoro, en nuestra Fe.
¿Qué nos toca a los católicos? Confiar, sí, confiar en Dios y confiar en los buenos hombres de Dios que comúnmente llamamos de iglesia. Rezar para tener cardenales santos. Sería una buena opción para proponer otra de las reformas reales que la Iglesia católica sí necesita: que lleguen al Colegio de cardenales y dispuestos al martirio los más devotos y santos. Pero… no está en nuestra mano.
¿Seguir confiando de forma inquebrantable? La retahíla de cardenales corruptos, masones y demás lindezas que vienen arrastradas desde el siglo pasado con fuerza, debilita nuestra confianza, nos lo pone más difícil para mantener esa fe sencilla y confiada de antaño. Hoy brota el prejuicio, la prevención, la desconfianza y la defensa. Pero aún debilitada, apostemos sin ingenuidad en que como dijo Benedicto XVI en una entrevista cuando era el Cardenal Ratzinger:
«Al menos la intervención del Espíritu Santo evita el desastre» (Urdaci, Alfredo. El Cónclave, los secretos de la elección del Papa al descubierto. 2005. Ed. Planeta).
Hay cardenales santos y deseamos que uno salga Papa ¡Por supuesto! Pero sólo Dios sabe quién entra como cardenal y quién debería salir elegido como el 267 Papa de la Iglesia católica, para liderar parte del siglo XXI.
Mientras tanto, fe y esperanza ¡Sursum corda!
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