Cabalgamos por la vida a ritmo de desbocado. Ya estamos en 2017, como quien no quiere la cosa. A mí se me antoja una cifra impensable, tal vez porque de niño las películas, los tebeos y algunas novelas me hablaban del cercano siglo XXI como de una distopía sideral que me quitaba el sueño: yo no quería viajar en nave espacial, ni vestir un ridículo mono que me igualara a los demás hasta en el aspecto –me encanta ser yo, sin uniformidades-, ni la amenaza constante de los humanoides verdes llegados de otra galaxia.
Cada inicio de año me ofrece innumerables razones para sentirme agradecido. Esta vez empezaré por tirar las campanas al vuelo porque ni las películas, ni los tebeos ni esas novelas de ciencia ficción acertaron en el vaticinio: seguimos como estamos, mirando a las estrellas con asombro por su número, su lejanía y su magnificencia, encantados –al menos yo- de que las sondas a Marte se hagan trizas y en la luna todavía no se venda Coca-Cola. Nos ha llegado la lluvia de internet, es cierto, con esta madeja de conexiones en la que parece que si no apareces en alguna red no existes, pero me parece poco comparado con esa “Guerra de los mundos” a la que parecíamos abocados.
Soy agradecido, pero confieso que no me he comido las uvas. Que llevo años sin comérmelas. El ritmo de uva por campanada es inhumano y no me creo que la docena de meses vaya a ser más venturosa por la correcta ejecución del arte de deglutir frutas, con piel y pepitas incluidas y con cuidado de no confundir los cuartos (que alguien me explique qué diablos son y para qué se necesita ese tañer) con cada uno de los golpes secos en el reloj de la Puerta del Sol. En mi familia me piden que no sea aguafiestas, que se trata de una tradición. También es costumbre portar una prenda interior roja y juro por mis ancestros que ni he caído ni caeré en la tentación. También es costumbre beber champán con una joya de oro entre las burbujas, y no pienso hacer semejante memez. También es costumbre poner el pie de determinada manera, dar unas vueltas sobre los talones, ver la enésima repetición de los números de Martes y Trece, abotargarase frente al televisor y cogerse una cogorza de espanto en uno de los múltiples cotillones en los que más te vale no quitarte el abrigo, pues suele hacer un frío de bigotes, y no entra en mis planes cambiar el gusto de irme a la cama a eso de la una o una y media, para entregarme al primer rato del año de dichosa lectura.
Este transcurrir del tiempo es una llamada mucho más apremiante que la del carrillón del kilómetro cero de nuestra vieja España, para que aprovechemos el momento, cada instante, la suma de nuestros días para convertirlos en una historia que merezca la pena ser contada, un cuerno de la abundancia de cosas buenas: la satisfacción de pasar por el mundo haciendo el bien.
Me dicen que soy un aburrido. Les contesto que prefiero escoger las emociones a mi antojo. De niño sí, tenía su aquel ponerse un gorrito de cartón, soplar el matasuegras y lanzar la serpentina. El confeti estaba prohibido, por razones obvias: después no es fácil que se lo trague el aspirador. Pero ahora que soy mayor, que me hago mayor, me doy cuenta de que no me va la fiesta por la fiesta sino que detrás de ella tengo que encontrar una causa mayor: la celebración de un evento familiar, la culminación de un esfuerzo, el aniversario de un momento crucial y alegre que cambió para bien el rumbo de nuestra existencia y, sobre todo, el día a día, la fiesta rutinaria de cada jornada, que corresponde con el asombro de estar vivo y poder disfrutar del sol, de la noche, de la esposa y los hijos, de los amigos, de un paisaje, de un animal de compañía, de una afición y de los misterios insoldables que nos abren las puertas a dimensiones exclusivas para el ser humano.
Cabalgamos por la vida a ritmo desbocado, que es un modo literario de reconocer que esto pasa a toda velocidad. Uno parpadea y llega a los cuarenta y seis, que es mi edad, o más lejos aún (que cada lector ponga los años que ha cumplido). Este transcurrir del tiempo es una llamada mucho más apremiante que la del carrillón del kilómetro cero de nuestra vieja España, para que aprovechemos el momento, cada instante, la suma de nuestros días para convertirlos en una historia que merezca la pena ser contada, un cuerno de la abundancia de cosas buenas: la satisfacción de pasar por el mundo haciendo el bien. Y el bien se confecciona en familia, entre amigos, ante un paisaje, junto a un animal de compañía, en el ejercicio de una afición y en la contemplación de esos misterios insondables.
Estamos en 2017, sin marcianos ni anillos de Neptuno. Y aunque creo que la felicidad no se comprime en unidades de tiempo sino que está ligada a un saber vivir, deseo a mis lectores lo mejor de lo mejor durante los próximos doce meses.