“No quedan días de verano, el viento se los llevó”… decía una canción de Amaral. Mientras disfrutamos de los últimos coletazos del verano y luchamos contra el síndrome posvacacional, la nostalgia va dando paso a los nuevos comienzos. También a una nueva forma de estar en el mundo, en los espacios y con las personas.
La calma y la desconexión de los días de verano, son siempre necesarios (y más en este agitado y desconcertante año), para la reconexión con el entorno y con nosotros mismos. Algunos hemos pasado las vacaciones entre el movimiento y la quietud. Rodeados de naturaleza, familia, amigos y libros repletos de historias, reales e inventadas.
Para muchos, el que prometía ser “el mejor verano de nuestras vidas” en los titulares de los periódicos, ha resultado ser un verano de disfrutar de las cosas sencillas. Lejos de viajar a lugares remotos y exóticos, la mayoría hemos decidido volver a nuestras raíces o lugares de referencia. Aquellos en los que nos sentimos a gusto, seguros, que significan algo para nosotros o en los que hemos pasado buenos momentos. Volver al pueblo, a las playas a las que íbamos de pequeños, a reencontrarnos con los lugares, las personas, los sabores y los olores de nuestra infancia. Disfrutar del momento presente, del aquí y el ahora.
Azul. Mediterráneo. Sal. Brasas. Calor. Luz. Arroces. Helados. Horchatas. Arena. Sol. Chiringuito. Viento. Sombrillas voladoras. Estrellas fugaces. El color de las buganvillas. El olor del jazmín. Las noches cálidas de verano… Se han convertido este verano en pequeños deseos hechos realidad. Pero también ha sido un verano inestable, de tiempo y humor cambiante, de nubes negras y tormentas.
Una tarde, sentada frente a un mar en calma, leía una historia de tormentas de arena en el lejano Texas. De pronto, una corriente de aire caliente me recorrió la espalda. Sin apenas darnos cuenta, un viento huracanado empezó a soplar, destruyendo aquella quietud de días soleados. El aire arrancó de cuajo sillas, sombrillas y sombreros. Quedamos expuestos a la intemperie, sin más remedio que buscar el equilibrio en nuestras propias piernas. Enterrando los pies en la arena con firmeza, como queriendo estar mas unidos a la tierra que nunca. Conseguimos sostenernos, pero el viento despeinó nuestro pelo y nos enredó la cabeza.
“Reventón térmico”, llaman los expertos a este fenómeno meteorológico. Dicen que es difícil de pronosticar, aunque suele ocurrir cuando las temperaturas son inusualmente altas y el cielo se llena de nubes. El agua de lluvia se condensa y en su lugar, el viento trae una tormenta de arena procedente del desierto de África. Parece que va a ocurrir cada vez más a menudo, debido al cambio climático.
Cada vez me gusta más ese viento que surge de entre dos mares: el atlántico y el mediterráneo. Uno más salvaje y otro más calmado. Será porque soy elemento de aire, o porque nos hace plantarle cara a la adversidad, a veces con firmeza. Otras nos remueve por dentro y nos da alas para volar. Parece que este momento de inestabilidad colectiva, se nos presenta como una buena oportunidad para buscar el equilibrio, como individuos y como sociedad.
Sigamos recordando aquellos días de verano, como lo que fueron. Dejemos que la luz tenue del sol de septiembre siga iluminándonos la piel. Pero también que el aire despeine nuestro pelo y nos enrede las cabezas.
El viento, lejos de ser un enemigo molesto, no sólo se lleva los días de verano y lo que ya no nos pertenece. También nos trae nuevos aires, miradas y cambios, tan necesarios para seguir transformando el mundo.
Sigamos recordando aquellos días de verano, como lo que fueron. Dejemos que la luz tenue del sol de septiembre siga iluminándonos la piel. Pero también que el aire despeine nuestro pelo y nos enrede las cabezas.
¿Qué te pareció este artículo? Deja tu opinión: