Desde que pasó Halloween y se esfumaron aquellos tétricos Truco o Trato como lo hizo el mes de octubre, vemos a diestra y siniestra calendarios de Adviento. Un calendario de chocolate, otro de juguetes, o de cremas y cosmética general, ya sea masculina o femenina; calendarios de joyas y hasta de productos eróticos. Un sinfín de posibilidades para gastar, gastar y gastar. Imagino los ojos del avaro de Tío Gilito de Disney con forma de dólar. Y en medio de tanto brilli brilli se nos queda por el camino lo fundamental y más importante: el Adviento. La espera de Aquel que ha de venir.
Los 4 domingos que nos separan de la Natividad del Señor es un tiempo de preparación, de amor y penitencia. Nos lo recuerda la Corona de Adviento que cada domingo hasta el 25 de diciembre se enciende en los hogares cristianos. Esta corona, como símbolo del Reino de Dios, esta compuesta por una vela rosada que es la última en prenderse, y tres velas moradas, color que solo se usa durante el Adviento y la Cuaresma. Ambas fechas indican una preparación personal a la Redención y la entrega por amor que padeció Jesucristo en el Monte Calvario.
Sabiendo esto, me resulta curioso que el color de la mujer sea el morado. En este sentido pienso en todas las mujeres de mi vida, empezando por mi madre, abuelas, suegra y tías, siguiendo por mis hermanas y también todas mis amigas. En ellas veo esa entrega sin medida por amor. Esa dulzura y sensibilidad especial de acoger, querer y corregir a quien lo necesita. Sin vanos prejuicios que endurecen el corazón. Ellas, representadas por el color morado, ese mismo tono de la primera vela que encenderemos el primer domingo de Adviento. Matiz morado, el que otorga la poderosa luz que nace de la dádiva que aunque dolorosa, no pesa, porque esta llena de paz.
Qué bonito preparar la Navidad con otros, reunirse con familia, amigos o vecinos para elaborar juntos la Corona de Adviento. Cuánto entusiasmo debiéramos poner en engalanar nuestro corazón, y no solo nuestra casa. Admito que me maravillan las mesas bien ornamentadas, poner con cariño cada detalle y adorno navideño, el Belén, las discretas y tenues luces, el árbol y las flores. Pero sucede que en esa vorágine superficial de tenerlo todo bonito y bien puesto, llegamos a Nochebuena con un calendario de Adviento muy falto de oración, paciencia, amor, entrega y paz.
Por eso este año en el que se me ha permitido la bendición de albergar dos corazones, quiero poner doble ración de amor a la fecha que da comienzo a la razón de ser de toda la cristiandad: el amor a la cruz. Un amor silente y paciente, sencillo y alegre. Un amor sin rencor, con perdón y olvido. Un amor que acoge. Un amor que corrige y acompaña. Un amor que no establece grados de amistad ni simpatías. Un amor extraño a las habladurías, al matar con la palabra y a la mirada lasciva. Un amor sin superioridad moral. Un amor humilde y humano. Un amor imperfecto que busque traer a nosotros tu Reino. Porque si en Nochebuena estrenamos vestido, peinado y preparamos la mesa con suculentos platos y la vajilla buena, no es porque venga el cuñado a casa; sino porque esa noche nace nuestro Salvador. Que sepamos preparar, sobre todo, nuestro corazón para entender claramente que Aquel que ha de venir ha entregado hasta la última gota de su sangre por todos nosotros sin distinción, también por el cuñado.
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