Tal vez los amables lectores de Woman Essentia –particularmente las féminas–, no entiendan bien si el título que encabeza estas líneas es un chiste, una grosería o simplemente un imposible metafísico para las mujeres, naturalmente inclinadas a compartir en charlas infinitas la vida. Pero entre los hombres, siempre generalizando, es posible… el silencio.
Yo mismo he sido tentado de decir semejante cosa en la peluquería, si bien gracias a mi madre no he caído en la ocasión de ser tan cenutrio y desabrido. Pero con mascullar ante los intentos infructuosos del peluquero por entablar una conversación, más de una vez he logrado el objetivo: que, sigiloso, “corte lo que sobra, pero que se pueda peinar” pues me parecen innecesarias mayores indicaciones.
Y si no me entienden, siempre queda el consuelo: «Burro trasquilao a los ocho días igualao».
El peluquero y una conversación apasionante
Pero no fue así la última ocasión. Mi aversión a ir al peluquero chocó frontalmente con la rebelión del perfecto caos de los rizos que me cubren la sesera. Y no quedó más remedio.
Crucé la puerta de la peluquería, una de esas de las de toda la vida, sin moderneces innecesarias, con peluqueros que del mismo modo desprenden un sentimiento añejo. El artífice estaba solo, esperando la llegada de algún cliente. Le saqué del enfrascamiento en una revista con varios meses de solera, que ojeaba sin pasión. Me sonrió, indicó con un amable gesto dónde dejar el abrigo y el potro de tortura donde superar el trance.
A cuento de los rizos y del “corte lo que sobra, pero que se pueda peinar”, no me digan ustedes por qué acabamos hablando del servicio militar, puesto que mi interlocutor -armado con poderosas tijeras- ejerció el oficio también en Melilla, como parte del Cuerpo de Regulares, allá por 1982.
Ahí me ganó por la mano, pues a mi natural tendencia a valorar el mundo castrense -hasta me lo decían en esos test psicológicos que nos hacían en el colegio- se une mi frustración irresoluble de haberme quedado sin hacer el servicio militar.
A las mujeres les deben resultar tremendamente aburridas las historias de la mili, como a los hombres nos llevan por la calle del bostezo tantas cosas que a ellas les resultan apasionantes, como distinguir entre blanco roto y blanco hueso, como si fueran esquimales.
El caso es que, contra todo pronóstico, me encontré metido de lleno en una conversación apasionante y, por un rato, viví en el relato de Miguel, el peluquero, la aventura que me hubiera gustado sentir en mis carnes al servicio de España.
Me escucho, te escucho, nos escuchamos
Como recuerda la novena de las ‘Doce reglas para vivir’ del psicólogo clínico Jordan B. Peterson: “Da por hecho que la persona a la que escuchas puede saber algo que tú no sabes”.
La escucha -o lo que es lo mismo, “poner atención o aplicar el oído para oír” (DRAE)- es una actitud básica para la vida, para el crecimiento personal, para la ampliación de horizontes. Y, en casi todas las ocasiones, una contribución al bien de la sociedad.
Algunos se sorprenderían de la necesidad real que tenemos la mayoría de los seres humanos de saberse escuchados, más aún cuando quien habla trata de expresar los sentimientos, las inquietudes o las intuiciones más profundas y ocultas de su ser.
Los psicólogos y los sacerdotes saben mucho de esto. Sospecho que también quienes se dedican al tarot y las prostitutas
Quienes vivimos en las grandes ciudades transitamos rodeados de personas todo el día: el metro o el autobús, abarrotado; la oficina, plena de gente; los medios de comunicación repletos de personajes reales y ficticios; nuestras redes sociales, desbordantes de interlocutores… Pero al fin del día, la soledad es uno de los grandes males de nuestra sociedad. Y la necesidad de comunicación está tan arraigada en el ser humano como el instinto de supervivencia, o el deseo de perpetuación de la especie.
Pero escuchar con los cinco sentidos, desde el corazón, es un riesgo. Peterson recoge un pensamiento del psicoterapeuta Carl Rogers al respecto que resulta revelador: “La gran mayoría de nosotros no sabe escuchar; nos vemos obligados a evaluar, porque escuchar es muy peligroso. En primer lugar hace falta valentía y no siempre la tenemos”.
El juego de Rogers
Rogers proponía un juego: detener la conversación e introducir una regla consistente en que el que quisiera intervenir tenía que repetir lo argumentado por su predecesor en el uso de la palabra. Suena poco práctico para el día a día, pero ¿y si lo aplicamos de tanto en tanto?
El propio Peterson confiesa utilizarlo con sus pacientes y llega a una interesante conclusión: “Unas veces aceptan el resumen; otras, me sugieren una pequeña corrección. De vez en cuando me equivoco por completo. Y está bien saber todo eso”.
Y aquí es a donde quiero llegar. ¿»En silencio, gracias»? Nunca más. Nunca más si se trata de huir y cerrarse al otro, de dejarse ganar por la pereza, de rechazar la posibilidad del intercambio o de aprender algo nuevo.
¿Me permite un consejo? Póngale orejas a su corazón.
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