Todos deberíamos celebrar la vida puesto que estamos vivos, somos alguien y no algo, pero somos alguien de una forma especial, tenemos una dignidad específica y muy diferente del resto de los seres vivos y de las cosas que están, y no son, en el planeta. Respiramos, tenemos intelecto para conocer, aprender, discernir y elegir, tenemos el regalo de la autodeterminación y el de la libertad, valorado, ansiado y distorsionado muchas veces. En nombre de la libertad se hacen grandes hazañas, pero también en su nombre se hacen grandes destrozos en la humanidad como es reducirla por su utilidad u oportunidad. Una visión reduccionista siempre ha eliminado la posibilidad de crecer, de descubrir, de arriesgar y disfrutar, y con todo ello, de esperanza.
Tenemos corazón, sufrimos, pero podemos darle sentido a nuestro sufrimiento, también podemos amar, dar y sentir ese amor, incluso cuando no somos correspondidos o no vemos sus frutos. Somos capaces de asombrarnos ante la simple visión de un paisaje, o entusiasmarnos con una composición musical o un sencillo poema de amor. Capaces de dar la vida por un ideal o por amor, de lo más elevado, pero de lo más rastrero también.
En ese debate estamos, y nos creemos tan fuertes por tener una inteligencia que nos lleva a grandes descubrimientos, que el ser humano se cree con derecho a todo, y aunque las consecuencias de aplicar esos descubrimientos acarreen retrocesos, el hombre sigue pretendiendo ser Dios.
Por el camino a cumplir esa aspiración nos rendimos a otros becerros de oro a quién adorar. El culto al cuerpo es un ejemplo de ello, o la primacía del llamado progreso científico, como garantía de bien intrínseco. Distracciones que nos despistan de la verdad, del sentido común, de lo que importa. Del olor de un bebé recién bañado, del latido del corazón de una madre que calma el llanto del recién nacido, del valor de dar la vida por amor, de la belleza de un ser humano que surge y crece dentro de las entrañas de la mujer.
Y en nombre de la mujer se cometen aberraciones contra ella castrándola. Es la naturaleza propia y especifica de la mujer la que deforman aludiendo al progreso, al mal llamado feminismo, manipulado por gobiernos, comisiones y empresas. Es ese acoger el que quieren arrebatarle para sembrar el egoísmo e individualismo que solo traerá sufrimiento e insatisfacción, como ponen de manifiesto tantas estadísticas. Son las “ideas” contra y por encima de la naturaleza, defendida de forma curiosamente contradictoria.
Nos engañaron y muchas cayeron en la trampa, erigiendo como supuestos derechos prácticas, por llamarlo de alguna forma, imposiciones encubiertas, que traicionan a la propia mujer y le quitan privilegios, porque la mujer, gracias a la maternidad, es colaboradora de Dios en la creación de la vida.
El falso progreso, que no hace más que quitar la dignidad intrínseca que tiene todo ser humano, primero poniendo obstáculos para que florezca la vida, después, animado a sesgarla y arrancarla de cuajo de su nido, ya que solo unas vidas son dignas de seguir viviendo y, por último, intentando crear otro habitáculo, ajeno a la madre, para que se desarrolle, y con ello manipularla.
Esto supone eliminar el regalo del amor, el de la pareja, el de la primera entrega de corazones, y luego el de la madre al hijo, al que alberga en su cuerpo y cuida, sin saber cómo y sin hacer nada extraordinario, para que pueda respirar en un mundo que despreciaría su existencia si no es útil u oportuno.
El mal uso de las tecnologías, que nos atontan, además de hacernos perder el tiempo, nos adormece el pensamiento, que atolondrado decide no pensar. Mientras tanto, los que mueven los hilos de este entramado, embriagados de éxito y soberbia, aspiran a ser como dioses, y como no pueden crear vida, celebran que sí pueden quitarla.
El derecho al aborto en la Constitución francesa es muestra de ello. Celebran la muerte de tantos y tantos niños en el vientre de sus propias madres, como un logro de nuestra civilización que va dirigida al caos más absoluto. Pero estos falsos logros se convertirán en el mayor retroceso de la humanidad a la que le falta entregar a esos niños en las puertas del Parlamento, como ofrenda de lealtad.
“Es fácil para mí imaginar que la próxima gran división del mundo lo será entre las personas que desean vivir como criaturas y las personas que desean vivir como máquinas.” – Wendell Berry, La vida es un milagro
Siempre se ha dicho que la vida es un regalo, ahora rechazado, pero también es un milagro, y por no quererlo reconocer nos encontramos justificando mil formas de eliminarla, ese es el logro del hombre, justificar el derecho a eliminarla en lugar de reconocerla, con humildad, como un regalo divino así como la grandeza de toda vida humana, cuya dignidad es infinita, como proclama hoy la Declaración del Dicasterio para la Doctrina de la Fe.
Nos programan para pensar que el derecho a vivir es solo de unos cuantos, y que está sujeto a unos condicionantes variables en función de utilidad o emociones. Dentro de esa programación también está el igualarnos a cosas, prescindibles si no somos de utilidad, y por tanto tenemos un valor en función de esa utilidad, y una dignidad variable, sujeta a condicionantes ¿Nos hace el derecho al aborto mejores personas, mejores ciudadanos?
No saber acoger el regalo de la vida y su misterio (de ahí que sea un milagro) es no tener conciencia del bien y del mal. Pero no pueden valorar y proteger la vida quienes no la respetan, y esta ausencia de respeto por la vida de los no nacidos, de las personas en el final de sus vidas, o de otros muchos, da que pensar que tu vida o la mía tampoco tienen valor para ellos, con lo cual todas las medidas que tomen no serán eficaces más que para ellos mismos y la búsqueda del bien común estará siempre fuera de sus objetivos.
La Iglesia suele celebrar el día de la vida el 25 de marzo, día de la anunciación. Al caer en Semana Santa este año, se pasó al día 8 de abril, que hoy vivimos. Europa debería volver a sus historia, a sus orígenes que son el humanismo cristiano y los parlamentarios deberían leer atentamente la Declaración de hoy antes de votar. Es una obligación moral volver a buscar la verdad.
“La singularidad de una criatura individual consiste, no en sus anomalías físicas o biológicas, sino en su vida. Su vida no es la “historia de su vida” entendida como el típico ciclo de los miembros de su especie, desde la concepción a la reproducción y la muerte. Su vida es todo lo que le acontece a ella en su lugar. Su integridad es inherente a su vida, no a su fisiología o a su biología. Esta integridad de las criaturas nunca será evidente para una inteligencia fríamente decidida a ser empírica u objetiva. Sí se muestra al afecto y a la familiaridad”.- Wendell Berry, La vida es un milagro
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