Leo que los Mossos d’Esquadra han arrestado a dos de los jóvenes que agredieron en grupo a un chico de 17 años en Barcelona a comienzos de este mes. La brutal paliza que le propinaron, a pesar de que él no se defendía, fue grabada por una de las participantes y subida a Instagram, lo cual denota el ínfimo nivel de perspicacia de los agresores que, a tenor del testimonio de sus compañeros de clase, ya habían perpetrado actos parecidos en otras ocasiones.
Me pregunto cuál habría sido la provocación de la víctima para sufrir un castigo tan injusto como desproporcionado, o si la única causa de su desgracia fue ser considerado diferente al grupo.
Según las estadísticas, una de cada veinticinco personas es sociópata, trastorno de la personalidad que implica hostilidad y carencia de empatía. Es, además, una condición que no tiene cura, se nace y se muere sociópata.
Pongamos pues, que en una clase de instituto con treinta alumnos hay al menos un sociópata que atemoriza, manipula y persuade a los más débiles de que existe una identidad grupal excluyente de cualquier otra, que sofoca las demás lealtades y borra la compasión.
Como bien dijo Oscar Wilde “La mayoría de las personas son otras” porque imitan y siguen a los líderes. Así las cosas, las medidas de contención de estos sucesos deberían ir en dos direcciones: limitar el ámbito de acción de los sociópatas y reforzar la libertad, la conciencia de lo justo, de la diversidad y de las múltiples identidades de que está compuesta una persona sana.
La reducción de alguien a una raza, religión, clase social o forma de vestir, es un instrumento útil y necesario para la violencia sectaria.
Si la empatía es la capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos y esto es imposible para el sociópata, al menos podremos redireccionar a los demás.
Las medidas de contención de estos sucesos deberían ir en dos direcciones: limitar el ámbito de acción de los sociópatas y reforzar la libertad, la conciencia de lo justo, de la diversidad y de las múltiples identidades de que está compuesta una persona sana.
En este caso los hechos entran de lleno en un ilícito penal, pero la crueldad, como todos sabemos, el acoso puede ser muy sutil y persistente. Recordemos el caso de Diego, el niño de once años que se suicidó tras sufrir largos periodos de acoso escolar y que dejó una carta demoledora explicando cómo había llegado a desear la muerte antes que volver al colegio.
Poco importa si el violento lo es a causa de un trastorno de la personalidad, de su debilidad, o de haber sido él mismo víctima de un dolor que le llena de rabia. Detectarlo a tiempo es el reto. Cortar la influencia, evitar la lógica fragmentaria que divide y singulariza.
El caso es que el sufrimiento de los demás es el nuestro, y si algo hemos aprendido con hechos como la matanza de Columbine en 1999 cuando dos alumnos mataron a doce compañeros y a un profesor, es que el odio genera odio y es un veneno que tarde o temprano nos salpica a todos.
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