En estos días de marzo todos hemos oído hablar de Noelia. La joven de 24 años cuya eutanasia fue paralizada no solo por una petición de duda que ella misma solicitó en agosto, sino también por un recurso de su padre que alegaba que Noelia lo que necesita es recibir ayuda, no muerte asistida.
Según se ha podido saber, Noelia presenta una enfermedad mental con tendencias suicidas. Precisamente su paraplejía sucede por las lesiones causadas cuando se intentó quitar la vida arrojándose al vacío desde un quinto piso. Después de conocer en detalle todo lo que rodea este caso, que como todos los demás, no son números ni cifras, sería necesario detenerse en cada pieza de este puzzle atroz. Por que es terrorífico que con 24 años pierdas la ilusión por vivir (ya conocemos casos demoledores como el suicidio de las gemelas de Sallent quienes contaban apenas con 12 años de edad). Qué decir del dolor de ese padre que solo busca aliviar y sanar el padecimiento de su hija con amor en vida, no con la muerte. Ni cómo obviar falta de seguridad en la justicia, cuando la natural delicadeza y sensibilidad por la vida que suelen tener las mujeres se ha esfumado; y así parece ser en quién determina que Noelia debe recibir la eutanasia.
Desde hace algunos años hay demasiado interés por colar el derecho a matar como un derecho humano fundamental. Un derecho contra nuestra propia naturaleza, un derecho propio de una cultura de la muerte que nos aboca a la más profunda desgracia.
¿Dónde quedó el juramento Hipocrático original que decía: “Jamás daré a nadie medicamento mortal, por mucho que me soliciten, ni tomaré iniciativa alguna de este tipo; tampoco administraré abortivo a mujer alguna. Por el contrario, viviré y practicaré mi arte de forma santa y pura.” Pero claro está, este es un texto demasiado tradicional, que se fija mucho en el alma del ser humano y que poco atiende a los intereses económicos de aquellos que mueven los hilos del mundo. Aún así, es necesario detenerse en la promesa que deben cumplir aquellos que ejercen la noble labor de la medicina: “No emplear mis conocimientos médicos para violar los derechos humanos y las libertades ciudadanas, ni siquiera bajo amenaza”. ¿Y no es acaso el derecho a la vida un derecho fundamental?
Desde hace algunos años hay demasiado interés por colar el derecho a matar como un derecho humano fundamental. Un derecho contra nuestra propia naturaleza, un derecho propio de una cultura de la muerte que nos aboca a la más profunda desgracia.
Vivir requiere alegría y tristeza, dolor y gozo, miedo y confianza, pero sobre todo, vivir requiere amar y ser amado. Un amor que todo lo puede y todo lo aguanta, porque es un amor sano, un amor humano que no depende de si te sacan de paseo, te traen comida o garantizan un techo para soportar las inclemencias del tiempo. Recordemos que para eso, ya están las mascotas o animales de compañía, y no hijos perrito o gatito como se les llama ahora.
Por eso, cada 25 de marzo se debe alzar la voz en defensa de la vida humana. Una vida que es digna de principio a fin. Desde la concepción y hasta la muerte, una muerte digna que sucede de forma natural y no provocada por otros, por muy blanca y limpia que sea la estancia en la que se practique. No hablaré yo aquí de ecología, porque de nada sirve una naturaleza sin humanos.
Me quedo pensando en Noelia y su situación, rodeada de tanta incertidumbre. Ahora los que participan en esa decisión tienen obligada la pausa y la reflexión. Algo sumamente difícil en este mundo vertiginoso, enfermizamente productivo e hiperconectado. Por eso, ante la duda elijamos la vida. Siempre la vida.
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