A medida que el hombre ha ido evolucionando y las necesidades básicas se han visto satisfechas, las “nuevas” necesidades, han dado paso a un mercado de servicios y prestaciones sociales inconcebibles hace tan solo cuarenta años. Cuando yo nací, si un niño padecía una discapacidad al nacer, era atendido en el seno de la familia, con buenas intenciones y mucha voluntad, pero sin políticas claras de atención a este tipo de personas. Más allá de las normas programáticas del texto constitucional y de tímidas leyes estatales y convenios internacionales que reconocían la igualdad y dignidad de las personas, el “problema” lo tenía la familia. Nadie más. El estigma estaba servido.
Esto que apunto pudiera parecer menos exagerado si atendemos a que no fue hasta 2006 cuando se aprobó la Ley 39/2006, de 14 de diciembre, de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las personas en situación de dependencia. Tuvieron que pasar casi treinta años desde que se aprobara la Constitución Española para que centenares de miles de personas con discapacidad empezaran a ser, no ya un “problema” de la familia, sino una responsabilidad de todos. Porque de eso se trata ser un Estado democrático: de respetar la dignidad de la persona, con independencia de si es productiva económicamente hablando, ciega, neurotípica o con hipoacusia.
Porque de eso se trata ser un Estado democrático: de respetar la dignidad de la persona, con independencia de si es productiva económicamente hablando, ciega, neurotípica o con hipoacusia.
España está dentro de las primeras 18 democracias plenas del mundo, según el prestigioso Democracy Index de la Unidad de Inteligencia de The Economist para 2020, que basa los resultados en sesenta indicadores que se agrupan en cinco diferentes categorías: proceso electoral y pluralismo, libertades civiles, funcionamiento del gobierno, participación política y cultura política. De hecho, en libertades civiles, relativas a la igualdad real de los ciudadanos, España obtiene un 8,82 sobre 10.
Pero ha venido un virus desconocido a enfrentarnos a nuestra fragilidad y a la superficialidad de la igualdad tan proclamada en foros políticos y sociales. El coronavirus nos ha dado un bofetón de realidad. Lo que ha tardado siglos en construirse, se ve destruido, de un plumazo, en un par de meses.
No quiero ser agorera y afirmar que, cuando todo esto pase, partiremos de la casilla de salida, pero el estado de alarma en el que todos hemos visto mermados nuestros derechos por un bien común, se ha cebado especialmente en los más débiles. Y cuando se pierde un derecho, tarda muchísimo en recuperarse, al igual que los servicios públicos destinados a garantizarlo. No voy a centrarme en el incremento de violencia doméstica y de género. Tampoco en los millones de españoles que, en estos momentos, además de perder a seres queridos, se han visto en la calle, sin empleo y sin medios con los que alimentar a sus familias. No me voy a extender en hablar del incremento de la pobreza o en las terribles desigualdades que, en materia educativa, se han puesto de manifiesto (la España de los niños con Tablet u ordenador personal versus la España de los niños que no tienen acceso a la enseñanza on line). Todas estas realidades son preocupantes, tristes y demuestran la debilidad de la que hablaba en más arriba, cuando me refería a las conquistas sociales. Quiero centrar la atención en las personas con discapacidad.
El estado de alarma en el que todos hemos visto mermados nuestros derechos por un bien común, se ha cebado especialmente en los más débiles
Miles de niños y jóvenes con necesidades educativas especiales, al confinamiento y pérdida de la oportunidad de asistir a clase, tienen que añadir el frenazo brusco de sus terapias. Las personas con parálisis cerebral o con patologías metabólicas que afectan a su motricidad han visto como, de recibir entre una y cuatro sesiones de fisioterapia a la semana, ahora no perciben ninguna. Lo mismo puede decirse de las personas que han sido sometidas a una cirugía reciente y no pueden continuar su rehabilitación. Pese a que los fisioterapeutas son personal sanitario y se encuentran entre los servicios mínimos esenciales, la falta de equipos de protección individual y la ausencia de organización en la manera de prestar sus necesarios servicios, han llevado, en la práctica, a que no abran sus clínicas y, los que atienden en instituciones públicas, lo hagan para casos de extrema necesidad. Los colegios de educación especial y centros de día, al ser centros educativos, permanecen cerrados y no imparten terapias. Los niños y jóvenes, no solo no acuden a clase y no pueden estar con sus amigos, como los demás niños del país, sino que ven como sus cuerpos se deterioran y comienzan los dolores. Lo mismo sucede con los adultos.
Este ejemplo es solo una muestra. Podría hablar de las imprescindibles terapias respiratorias, logopedia, terapia ocupacional, equinoterapia, terapias con animales, hidroterapia, etc. Todos ellos son instrumentos útiles de mejora de la vida de las personas más necesitadas, aquellas que no pueden valerse por sí mismas. Instrumentos proporcionados por un país desarrollado, una democracia plena.
El confinamiento en los hogares, además, se ha hecho sin distinción alguna de las necesidades de las personas. Quien tiene perro, podía sacarlo tres veces al día. Quien convive con una persona con discapacidad psíquica y física severa en casa, no podía hasta hace nada salir a pasear a su familiar, salvo que fuera un menor con alteraciones conductuales, un diagnóstico de espectro autista o conductas disruptivas que pudieran agravarse con el confinamiento, tal y como permitía el Ministerio de Sanidad. Aunque, para ello, hayan tenido que soportar los gritos e insultos de unos vecinos que olvidaron la empatía en la Edad Media.
Nadie se paró a pensar en aquellas personas que, con graves deficiencias físicas y/o psíquicas, aunque no cumplían con el requisito de sufrir alteraciones conductuales y conductas disruptivas, padecían el doble encarcelamiento de su cuerpo y su casa, ante la mirada impotente de quienes les cuidan. El sol, esa fuente de serotonina, les ha estado vedada.
No puedo ni imaginarme lo que debe ser para una persona con discapacidad visual manejarse en este nuevo mundo de los guantes y de la obligación de tener que lavarse las manos continuamente. Los ciegos, para quienes sus ojos son sus dedos, se enfrentan al dilema del aislamiento sensorial o al peligro de contagio. O las personas sordas, a quienes los labios de los demás les han sido sustraídos del entendimiento de lo que dicen por opacas mascarillas.
Mi última reflexión es para los cuidadores de las personas con discapacidad, en un 80% mujeres(según un estudio de la Universidad Carlos III de Madrid). La ausencia de apoyos sociales para atender a estas personas que, en circunstancias normales, pasarían el día en colegios especiales y centros de día, supone que quienes se encuentran a cargo de las personas con discapacidad sufran un gravamen adicional al mero confinamiento. El teletrabajo se hace muy difícil y las cargas familiares y del hogar se acrecientan.
La discapacidad, por mor del virus letal que se ha cobrado la vida de más de 20.000 personas, se está cobrando también los derechos de las personas con discapacidad y sus cuidadores. Hemos retrocedido cuarenta años. La discapacidad, nuevamente, vuelve a ser un “problema” de las familias.
Publicado en la Revista Igualdad, de la Asociación de Jueces Francisco de Vitoria
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