Llega sin avisar, siquiera sin haber sido invitada. En cierto modo es descortés, pero no perturba… al inicio. Pulula por las almas del planeta más de lo imaginable, nadie la busca, ni se la espera, tampoco se la denuncia. A la indeseable se la sufre.
El gran Sartre, o el pobre Sartre, según se mire, escribió la obra de teatro «A puerta cerrada», un título que si uno ignora de qué va la historia, bien pudiera creer que se trataba de una historia sugerente, ¿de espías, quizá? ¿De un amor prohibido, tal vez? ¿Y de una reunión empresarial al más alto nivel?
No, Sartre situó la historia en el infierno. No andaba desacertado el hombre, pues aún incrédulo de las cosas divinas, sí le otorgó el estado sin tiempo de la eternidad. Tres personajes en el infierno, Inés, Estelle y Garcín se enfrentan a la más profunda de las soledades en una triste compañía. En esta historia de un acto se descubre la lapidante frase del existencialista «el infierno son los otros».
La indeseable no es otra que la soledad no deseada de la que no quisiéramos oír hablar, mucho menos experimentar. No es la «soledad sonora» del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, el santo paladeaba las dulzuras del amor espiritual:
«La noche sosegada
en par de los levantes de la aurora,
la música callada,
la soledad sonora,
la cena que recrea y enamora».
La indeseable brota por doquier, precisamente porque se ha perdido vida espiritual y vida comunitaria, sustituidas esas riquezas interiores por un individualismo lacerante que nos asfixia cada vez más y más. Las prisas, las exigencias laborales, el vivir al límite económicamente, el ambiente político y social desnaturalizador… ¡Tantas cosas!
La indeseable es esa soledad sufrida por millones de personas y que hoy, los expertos apuntan a ser una de las causas de suicidio («La soledad en España», Fundación ONCE – Fundación AXA. 2015). Es la falta de afecto, de comunicación, el sentirse no sólo abandonado sino que no le interesas a nadie. Ese transitar por la vida aparentando normalidad y sufriendo interiormente una carcoma que te mata lentamente hasta dejarte vacío.
Al contrario que Sartre, otro enorme intelectual de nuestro tiempo, Joseph Ratzinger (Benedicto XVI) se atrevió apuntar en otra dirección: «El infierno es estar solo» («Perché siamo ancora nella Chiesa. Ed. Rizzoli).
Cuando en los años 60, el joven sacerdote alemán pronunció una conferencia en Munich se asomó al tema de la soledad: «Esta soledad, que por lo general es cubierta de muchos modos, significa al mismo tiempo la más profunda contradicción en la esencia del ser humano, que no puede permanecer solo, sino que tiene necesidad de comunión. Por tanto, la soledad es la esfera del miedo».
¡Cuánta razón! Bien sabemos que hay una soledad buena, excelente diría. No suele gustar al soberbio, más bien a las personas en paz o que la buscan. Quienes corren a refugiarse en la naturaleza o en un libro, o en Dios mismamente, para pensar, aprender, reflexionar. No temen estar solos, huyen del ruido superficial, están agusto consigo mismos y con su vida.
Es la soledad del silencio que enriquece, pero precisamente, esos amantes del silencio no huyen de los otros, más bien cargan baterías para disponerse luego a salir al encuentro del otro, porque como afirma Ratzinger: «La esencia del ser humano, que no puede permanecer solo, sino que tiene necesidad de comunión».
Sensibilidad
Nos cuesta, nos cuesta mucho mantener los ojos de la sensibilidad abiertos para darnos cuenta que otro, quizá más próximo a nuestra vida de lo que imaginamos, pueda estar sufriendo esa soledad no deseada. Sabemos que un pequeño gesto, una mirada, una escucha oportuna, un simplemente estar puede llegar a aliviar y sacar adelante a quien en un momento dado se siente no querido o abandonado.
El abandono más triste y miserable, sin lugar a dudas, es ese de los hijos a los padres mayores, enfermos, o simplemente ancianos. Sin reflejos, ni alegría en el cuerpo, porque el cuerpo les pesa, les duele, les martiriza. Igual de sangrante que el abandono de los padres a los hijos, pero suele darse en menor proporción.
Estoy convencida que a la indeseable se la puede vencer, pero es lánguida, sibilina, acobarda y reduce los pequeños impulsos de querer salir adelante. El remedio curativo contra la indeseable no es otro que el amor, la amistad, el desprendimiento, la comprensión, la valentía para salir al paso y acompañar.
En estos días se nos recuerda que hay millones de enfermos en el mundo que además de su enfermedad, sufren la soledad no deseada porque nadie piensa en ellos, y se nos invita a «Acompañar la soledad», hagámoslo si está en nuestra mano. A enfermos y a sanos. No hay otro camino.
En los ambientes rurales raramente se producen estos fenómenos, en las ciudades sí, y cada vez más. Abramos los ojos, despertemos la sensibilidad y acojamos, así y solo así, la indeseable, la soledad no deseada y sufrida podrá ser erradicada de nuestra sociedad.
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