Un lugar emblemático de las celebraciones navideñas en todo el mundo es la Basílica de la Natividad de Belén, uno de los templos cristianos más antiguos -la primera edificación data del siglo IV y la actual es del siglo VI-, construido sobre la cueva donde, según la tradición, nació Jesús de Nazaret. La basílica, con planta de cruz latina y cinco naves, tiene una longitud de 54 metros. Las cuatro filas de columnas, de color rosáceo, le dan un aspecto armonioso.
Pero el centro de esta gran iglesia es la Gruta de la Natividad, que se encuentra bajo el presbiterio. El humo de los cirios, que la piedad popular ha encendido durante generaciones, ha ennegrecido las paredes y el techo. Allí hay un altar y, debajo, una estrella de plata que señala el lugar donde Cristo nació de la Virgen María. La acompaña una inscripción en latín, que reza: Aquí de la Virgen María nació Jesucristo. El pesebre donde María acostó el Niño, tras envolverlo en pañales, se encuentra en un hueco excavado en la roca, que hoy está recubierto de mármol y anteriormente lo estuvo de plata. Enfrente, hay un altar llamado de los Reyes Magos, porque tiene un retablo con la escena de la Epifanía.
Quien llega a la Basílica, de amplias dimensiones en su interior, se sorprende que la entrada desde el exterior a un templo tan importante sea una pequeña puerta de dintel recto, de no más de metro y medio de altura, esquinada en una gruesa pared de piedra. Se le llama la Puerta de la humildad. En realidad, la puerta original era una entrada con arco, ancha y alta, pero que fue tapiada, ya en tiempo de los cruzados, con el objetivo de evitar que, en aquel tiempo de guerra, de asaltos y saqueos constantes, pudieran entrar a la Iglesia carros y caballerías. Es decir, venía a ser algo así como un control de acceso.
Aunque ese fuera el propósito consciente e inmediato de su reforma en aquella época, podemos aprender, en este tiempo nuestro de sordas luchas y conflictos escondidos, del signo que es esta pequeña puerta para entrar en el Misterio de Belén. En una homilía de
Navidad de 2012, Benedicto XVI reflexionaba: «Quien quiere entrar hoy en la Basílica de la Natividad de Jesús, en Belén, descubre que el portón, que un tiempo tenía cinco metros y medio de altura, y por el que los emperadores y califas entraban al edificio, ha sido en gran parte tapiado. Ha quedado solamente una pequeña abertura de un metro y medio. La intención fue probablemente proteger mejor la iglesia contra eventuales asaltos pero, sobre todo, evitar que se entrara a caballo en la casa de Dios. Quien desea entrar en el lugar del nacimiento de Jesús, tiene que inclinarse… si queremos encontrar al Dios que ha aparecido como niño, hemos de apearnos del caballo de nuestra razón ilustrada. Debemos deponer nuestras falsas certezas, nuestra soberbia intelectual, que nos impide percibir la proximidad de Dios».
José Luis Martín Descalzo -que definía a Belén como «el comienzo de la gran locura»- decía que «Dios es como el sol: agradable mientras estamos lo suficientemente lejos de él para aprovechar su calorcillo y huir quemaduras. Pero ¿quién soportaría la proximidad del sol? ¿Quién podría resistir a ese Dios que sale de sus casillas y se mete en la vida de los hombres…?». Solo podemos acercarnos al Misterio de Dios hecho Niño, al Sol que se acerca hasta tocar nuestra piel sin quemarnos, si entramos por la puerta estrecha: la Puerta de la humildad.
Para entrar por ella y acceder al Misterio, necesitamos:
- Agacharnos. Lo que no deja de implicar un pequeño esfuerzo que, en ocasiones, nos coloca en una postura incómoda, a veces ridícula, indigna de la estatura personal y digna que socialmente nos hemos esforzado en alcanzar. La soberbia del hombre de hoy no le permite inclinar la cabeza y está dispuesto a agrandar los dinteles para entrar erguido y orgulloso.
- Apearnos de nuestra propia cabalgadura. Como coloquialmente decimos: «bajarnos del burro». Esto es, de nuestras convicciones y certezas que nos acorazan, de la vanagloria de nuestros descubrimientos y logros, de las seguridades del dominio de todo que nos impiden abrirnos a la posibilidad del asombro y lo desconocido, de lo ignorado e incluso de lo menospreciado.
- Adoptar la estatura de un niño. Para poder ir a lo profundo del Misterio es preciso adoptar siquiera por un momento la estatura de un niño: su agilidad para inclinarse o acuclillarse, su disposición sin reservas a romper las distancias y crear relaciones de amigos, su libertad y su disposición para observar la auténtica medida de la realidad y de las cosas y saber disfrutarlas. Recordemos la sentencia de Jesús: «quien no se hace como un niño no entrará en el Reino de los cielos».
NO HACE FALTA IR HASTA BELÉN PARA ATRAVESAR ESA PUERTA. Decía el filósofo Carlos Díaz: «el cristiano es el hombre que se arrodilla ante Dios para crecer como hombre». La Navidad nos invita a salir de nuestra zona de confort para crecer, aprender o mejorar. Si atravesamos virtualmente la Puerta de la humildad y contemplamos el Misterio de Dios hecho Niño, y participamos en esta «locura de Dios», su fuerza divina, sin violencia, nos derribará de nuestras cabalgaduras: disolverá nuestras ansias de reconocimiento, nos bajará de nuestras tarimas, púlpitos y cátedras y nos devolverá la sorpresa, el agradecimiento, la alegría y la ilusión de aprender, a pesar de los años vividos.
Si nos hacemos como niños, entraremos por la Puerta de la humildad como por nuestra propia casa. Y hasta jugaremos con el Niño Dios.
¡Feliz Navidad 2021!
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