Leonardo da Vinci tenía tal capacidad visual para captar el movimiento, que ya en el siglo XVI fue capaz de observar las características del vuelo de las libélulas. Según sus anotaciones, «la libélula vuela con cuatro alas y cuando las del frente están elevadas, las traseras están bajadas”. Pero los científicos no lograron descubrir hasta el siglo XX, y gracias a las cámaras de alta velocidad, que las libélulas baten sus alas a una velocidad de entre 10 y 20 milisegundos. Tal vez por eso, según un reciente estudio de David Thaler (Profesor de Genética, Microbiología y Biotecnología de la Universidad de Basilea), el genio pudo captar ese momento mágico de alguien que está empezando a sonreír y retrató a La Mona Lisa con una enigmática sonrisa.
Hace unos días, nos quitamos las mascarillas, al menos en exteriores, después de muchos meses escondiendo, más si cabe, nuestras emociones. Según los expertos en comunicación no verbal, existen siete emociones universales que se muestran de la misma manera en cualquier parte del mundo: el asco, el miedo, la sorpresa o la sonrisa social, no se pueden expresar con los ojos. Sin embargo, la alegría, la ira y la tristeza no las podemos enmascarar tapándonos la boca. Esto se debe a que éstas últimas, también se transmiten con las cejas, los párpados y los ojos. Pese a todo, dicen que el 40% de nuestras emociones, ha quedado oculto tras las mascarillas.
Llevamos tiempo con las bocas tapadas y las sonrisas silenciadas, pero no sé si hemos aprendido algo de nuestras miradas. Seguimos mirando al suelo, cabizbajos, o hacia el cielo, esperando que surja un milagro ajeno a nuestra capacidad para remontar el vuelo, como el Ave Fénix. En culturas como la asiática, están acostumbrados a mirarse a los ojos porque llevan tiempo usando mascarillas. Nosotros debemos aprender a descifrar nuevos códigos, a buscarnos con la mirada y a expresarnos de otras maneras.
Después de un largo periodo aprendiendo a ocultar nuestras emociones y a responder como autómatas con un: “Todo bien” (que al no ir reforzado por el lenguaje no verbal del rostro resultaba tan carente de matices, como poco convincente), nos cuesta volver a sonreír. A demostrar esa expresividad y entusiasmo tan propios de los españoles. Hoy todavía es difícil vislumbrar, en las calles calladas, la alegría de un país que parece que haya perdido la risa y no la encuentra.
Llevamos tiempo con las bocas tapadas y las sonrisas silenciadas, pero no sé si hemos aprendido algo de nuestras miradas. Seguimos mirando al suelo, cabizbajos, o hacia el cielo, esperando que surja un milagro ajeno a nuestra capacidad para remontar el vuelo, como el Ave Fénix.
Muchos siguen ocultando su rostro tras la máscara, para no dejar entrever la apatía, la nostalgia, la tristeza, la ira incomprendida e incluso el dolor. Otros van perdiendo el miedo y empiezan a quitársela poco a poco, como si desnudaran su alma herida. Los psicólogos advierten de que los casos de depresión y ansiedad han aumentado, al igual que el consumo de fármacos, sobre todo entre los jóvenes y los mayores de 65 años. Y en medio de todo, parece que a los que menos les cuesta adaptarse a los cambios es a los niños, “que se acostumbran a todo”, pero eso no significa que no sufran…
Ya tenemos ganas de maquillar de nuevo esa sonrisa de fresa. Aunque al principio solo sea un boceto enigmático, una mueca inexperta en vez de una risa plena, o una sonrisa tímida de Mona Lisa. Y como Da Vinci, anticiparnos a captar que ese esbozo es el preludio de una nueva risa. Apenas ha empezado el verano y los días son más luminosos. Escucho a lo lejos las risas de los niños, jugando en el jardín y no quiero ni puedo evitar contagiarme de su alegría. Porque a ellos, que siempre van por delante, les cuesta menos que a nadie emprender el vuelo y ya han recuperado su sonrisa perdida.
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