Estamos acostumbrados a leer y escuchar la expresión “maestro de espíritus” y “director espiritual”, pero la expresión “maestra de espíritus” o «directora espiritual”, no suena, por lo menos, extraña y, para algunos, impropia. ¿Conocemos a una “directora espiritual” en un seminario o en una casa de formación de religiosos?
No conozco la primera, aunque confieso gozosamente que a lo largo de la historia de fe he tenido la gracia de toparme con mujeres a las que en justicia habría que calificar como maestras de espíritu. Estas mujeres son monjas, religiosas de vida apostólica, mujeres solteras y casadas que han tenido una experiencia de Dios que las han hecho capaces de guiar a otros en la andadura de la búsqueda espiritual.
En la sociedad en general y en la Iglesia en particular, existió y sigue existiendo una gran resistencia para reconocer que las mujeres tienen capacidades reconocidas exclusivamente en los hombres. ¿Por qué, si no, hubo de esperar hasta 1970 para conferir a Santa Teresa de Jesús y a Santa Catalina de Siena el título de “doctora de la Iglesia”?
Poco después de su canonización, la iconografía representó a Santa Teresa en imágenes donde lucía el bonete, la pluma y el libro, atributos exclusivos de los doctores de la Iglesia. Ero cuando se tocaba la puerta de la jerarquía eclesiástica con el fin de que le diera este reconocimiento a la Santa, la objeción no se hacía esperar: era mujer. Desde este contexto es comprensible que muchos hayan lanzado las campanas al vuelo al conocer la noticia de que mujeres y laicos podrían votar en el sínodo.
Es probable que no sea necesario que a las mujeres se les reconozca la capacidad de ser maestras de espíritu, pero es una realidad que estuvo y sigue estando presente en la vida de la Iglesia. No dejan de ser interesantes en este sentido los estudios realizados en torno a las “madres del desierto”, mujeres de los primeros siglos de la Iglesia que vivieron los rigores de una vida ascética y que llegaron a conocer las más elevadas cumbres de la mística. Hoy es posible encontrarnos con publicaciones que recogen los “Apotegmas de las madres del desierto” como un testimonio vivo de la experiencia espiritual de estas primeras mujeres del cristianismo.
La experiencia espiritual se encarna en un hombre lo mismo que en una mujer, pues se trata de una y única experiencia de Dios, producto de la apertura y disponibilidad absolutas al Misterio. La diferencia viene dada en la forma y expresión de esta experiencia espiritual. Al ser una experiencia encarnada en una singularidad femenina o masculina, la feminidad y masculinidad terminan siendo factores decisivos para la experiencia espiritual.
No se trata de mejor o peor, de más elevada o menos elevada. Se trata de una diferencia esencial que resulta determinante. Si la masculinidad implica una determinada visión de la realidad, lo mismo sucede con la feminidad. En el plano de la vida espiritual la mujer está capacitada de “ver” aquello que quizá no pueda “ver” un hombre.
Creo que lo fundamental es reconocer, aceptar y asumir que la mujer está en capacidad de vivir una experiencia de Dios que la hace capaz de ser y de vivir la condición de maestra de espíritus. Es probable que poco a poco vayamos encontrando mujeres que se sientan capaces de guiar, de orientar, de acompañar a otros a la andadura espiritual. Aunque tímidamente, ya es posible encontrar mujeres capaces de predicar en el contexto de retiro espiritual o “dirigiendo” grupos y comunidades empeñadas en la búsqueda de una experiencia espiritual.
A los varones nos corresponde tener la audacia y la valentía (¿o la humildad?) de reconocer esta capacidad esencial de las mujeres. Pero también a muchas mujeres les corresponde superar los inveterados complejos de “ser dirigidas” para asumir un ministerio para el que son no sólo capaces, sino fecundas en nuevas visiones de la realidad espiritual. Todos deberíamos estar en capacidad de identificar a una mujer de Dios. Cuando nos topamos con una mujer de que vive plenamente una experiencia de Dios, deberíamos confiarnos a su juicio y criterio para iluminar la propia vida.
Vicente Barrón y Domingo Báñez mandaron a Santa Teresa de Jesús a que escribiera sus experiencias espirituales, porque descubrieron en ella a una mujer de Dios, con la suficiente libertad interior para plasmar su experiencia espiritual. Y esta experiencia espiritual sirvió y sigue sirviendo de referente esencial para todo el que se acerca a ella en demanda de luz para vivir la propia experiencia espiritual. Pero no solo Santa Teresa de Jesús.
También Santa Teresa del Niño Jesús, Santa Isabel de la Trinidad y Santa Teresa Benedicta de la Cruz. Esta última tuvo la capacidad de desafiar la sociedad de su tiempo, siendo profesora universitaria y una de las máximas representantes de la fenomenología. Pero hoy es para nosotros una mujer con una experiencia exuberante que la llevó a ser judía, atea, filósofa, cristiana, monja carmelita y mártir.
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