Ayer volví a ver Senderos de Gloria de Stanley Kubrick, un peliculón sobre la guerra de trincheras que me hizo pensar en ese espacio entre la trinchera propia y la del enemigo en el que ningún ser vivo podía sobrevivir al fuego cruzado o a las minas. Era literalmente, una pared de balas y metralla a la que se denominó “tierra de nadie”.
Pues bien, esta idea me llevó a otra y así llegué a la conclusión de que actualmente quien no pertenece a un grupo concreto, bien sea político, religioso, social o intelectual, está en “tierra de nadie”. Quizá aquí no silben las balas, pero el odio y la agresividad envenenan el aire cuando un extraño al grupo pretende, inocentemente, formar parte sin unirse al matiz beligerante.
Sorprende que nadie avise a los niños sobre lo que se van a encontrar al salir al mundo. Nadie les explica con claridad que serán recibidos con desdén y rabia, en sectores que por su peculiaridad son nichos ideológicos. “No es personal. Es por lo que representas” tuve que escuchar en una ocasión. Y con esto quiero dejar claro que a veces ni siquiera optar por una identidad concreta es algo posible, ya que, una vez examinado tu origen, el grupo discrimina sin pararse a observar ninguna otra referencia.
He sufrido estar en “tierra de nadie” desde muy niña, cuando recién llegada de León, la pandilla de cursis del barrio acomodado en el que mi familia se estableció, se burlaban de mis zapatos y de mi forma de vestir. No pertenecía porque no era igual que ellas, y no adoptar signos y modos era quedarse fuera.
Las niñas del barrio de al lado, sin embargo, me llamaban “la pija” porque vivía en la zona cara. Pasé mucho tiempo sola, merodeando con la bici y con una tremenda añoranza de mi tierra. Por aquel entonces escribí un cuento titulado “El monstruo” que pueden imaginar alrededor de lo que giraba.
En un mundo envenenado de verdades incontestables y poblado de jaurías que se despedazan, yo renazco cada día escuchando la voz antigua del mar, sola y mecida por las olas, siendo una con mis ancestros, la naturaleza y el amor de Dios.
Puede parecer que esto es cosa de niños, pero esta situación se ha repetido una y otra vez a lo largo de mi vida y de la de otros a los que aprecio. La sociedad empuja y presiona para “que te mojes”. Ser tu mismo es algo subjetivo. Has de estar en el molde y no descastarte, de lo contrario el rechazo será inminente.
A día de hoy en las charlas, en las tertulias, los espectadores, como en el Coliseo, están deseosos de sangre, de escuchar alto y claro “Si, yo soy de estos, yo pertenezco”. Entonces se quedan tranquilos, porque pueden esperar un espectáculo y por supuesto están en la posición de encasillarte. Siempre serás más predecible, se te podrá incluir o excluir de eventos u oportunidades profesionales varias y, desde luego no se espera creatividad ninguna al margen del discurso oficial.
Por fortuna los 400 golpes no me han doblegado. Puede que haya abandonado ciertos sueños que resultaron ser campos de batalla “por lo que represento”, pero mi libre pensar no tiene precio, ni amistades, ni empresas, ni amores condicionados.
Por fortuna soy feliz lejos del ruido y del tumulto. En una soledad acompañada de escritores, de poetas y de filósofos que lucharon antes que yo por un mundo en el que poder ser libre, elegir una identidad, independientemente de la de nacimiento, y vivir, sin más. En paz o en guerra, pero nadando por creencias que crecen hacia el origen, desde algún lugar del corazón.
La literatura nos salva cuando la brutal estructura de todo lo demás no cuadra. No volveré a “tierra de nadie”.
En un mundo envenenado de verdades incontestables y poblado de jaurías que se despedazan, yo renazco cada día escuchando la voz antigua del mar, sola y mecida por las olas, siendo una con mis ancestros, la naturaleza y el amor de Dios. A veces con miedo, sí, pero abrazada a mi libertad.
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