Es bueno poner la mirada en conversaciones y recuerdos aparentemente intrascendentes, como la maresía que envuelve al viajante. O, en esas chácharas con amigos, caña en mano. Llenan de sentido nuestros pasos. Son los tiempos felices.
Recordaba no sé a cuento de qué, la costumbre que se mantuvo en mi colegio de limpiar la clase al acabar la jornada. Se organizaban turnos, creo que era una vez al mes, por entonces las clases eran de cuarenta alumnos, algo normal en la España de la EGB.
Me viene a la memoria un aula como sumergida en neblina de polvo. Una pizarra verde que debía quedar impoluta sin restos de tiza. Una figura de monja paseando disimuladamente por el pasillo, como si no la viéramos.
Seríamos 3 o 4 por turno. Unas colocaban sillas encima de las mesas; otra, a paso de tortuga sin mucho entusiasmo, avanzaba lentamente por el pasillo arrastrando cubos… sin agua, escobas y fregonas.
Otra contaba batallitas a voz en grito sentada en el alféizar de la ventana, aguardando la escoba. Tiempos felices.
Así a bote pronto aparece grabada la escena: niñas de uniforme, jersey anudado a la cintura, calcetines blancos enmarronados y zapatos mugrientos. Limpiando, cantando, riéndose. Intercambiando gritos con las otras «limpiadoras» de otras aulas del pasillo. Tiempos felices.
No sólo narro tiempos del pasado aquellos de la EGB, sino… y enfatizo: tiempos, momentos… media hora, una hora, no recuerdo el tiempo que nos llevaba limpiar la clase, pero eran tiempos felices.
Momentos productivos, sanos, alegres, aparentemente intrascendentes que nos forjaban en pequeños detalles, imagino que de generosidad, de sentido del deber, de todo lo contrario al individualismo egoísta.
No recuerdo si los grupos los conformabamos amigas afines, o nos los organizaban las monjas por aquello de aprender a vivir la caridad, para educarnos inconscientemente en la apertura al otro, en ese aprender a estar codo con codo con alguien que tú no eliges. En mi caso era colegio de niñas. Creo que ninguna salió traumatizada.
Echando la vista atrás veo cómo aprendíamos de forma sencilla el arte de trabajar en equipo, con orden, con alegría, con disciplina. Primero las sillas, luego llegaban las escobas, por último ¡Corre al servicio y no derrames el agua por el camino! A fregar. Cerrábamos la clase y a otra cosa, mariposa. Tiempos felices, cosas sencillas. Limpiábamos y reíamos.
Escenas de padres
Lo más seguro es que nuestros padres de entonces nunca supieran que sus hijas se quedaban algún día más tarde a «limpiar el colegio». «Fulanita, ¿te vienes? Noooo, que tengo que limpiar el colegio hoy. Ah, vale, hasta mañana». Tiempos felices.
Lo que me resulta precioso es descubrir a mis amigos, ya cuarentones, cincuentones… los de la EGB, evocando a sus padres. Disfruto la forma que tienen de recordarles.
Callo y escucho. Me encanta al ver cómo la admiración por el pater familias trasluce en el rostro, el tono de voz, la mirada chispeante del amigo o amiga.
Uno me cuenta que al fallecer su padre, descubre en su biblioteca cientos de libros. Con entusiasmo relata que todos y cada uno de los libros, en la primera página conservan grapada la reseña del mismo, fuera sacada de un periódico, revista, el papel que envolvía el pescado, etc. Recortaba con perfección la hoja, la guardaba y cuando el libro era suyo, lo grapaba.
La narración de mi amigo me lleva a imaginarme a su padre, por lo que sea, mi imaginación libre me lo presenta en bata de cuadros, ¿y quién te dice que el padre usaba bata de cuadros? Nadie, pero a la feliz anécdota de mi amigo, yo le añado imaginación. Tiempos felices, ¿pasados? No, fugaces momentos del presente.
Otra amiga, emocionada, entra en la conversación y añade «pues mi padre, genial, dialogaba con el periódico, hacía anotaciones a los artículos. En los márgenes, por todas partes, cogías el periódico y te partías de risa al leer cosas como «sí, tiene usted toda la razón», o «acuérdese de fulanito»…
Ver a esos hombres «a lo suyo», trabajados, madrugadores, lectores, llevando el peso de la familia de una forma tan sosegada, silenciosa, con tanto orden, en su mundo nos muestran algo; y algo con sentido.
Así son los padres, los de entonces, y quizá los de ahora, pero cambiando el periódico y el ritual, por la tableta, móvil u ordenador.
Es bonito recordar tiempos felices… los de antes llenan los de ahora. Esos tiempos son espacios para rememorar, sonreir, distraerse con el pensamiento repentino que llega y acompaña.
¿Cambia el mundo o cambiamos nosotros?
Quizá caigamos en el engaño que el ser humano cambia porque el mundo cambia, porque la Revolución tecnológica y digital nos pisa los talones, puede ser. En realidad, el ser humano es el mismo, ayer, hoy y mañana.
El quiz de la cuestión quizá sea la pérdida de serenidad. Ese no detenerse ante espacios apacibles, independientes. Esa sana soledad que nuestros padres tranquilamente ocupaban, conformando su espacio vital. Sin anhelar lugares especiales «para desconectar». Algunos ni siquiera se iban de vacaciones.
Porque el lugar más protector es el del propio interior, donde se juegan las batallas del alma y se acallan las inquietudes.
Y los hijos de aquellos, narramos esas escenas con admiración, nostalgia y… ¿Por qué no? Con sana envidia. Ellos lograron lo que nosotros no alcanzamos.
Porque nos carcomen las prisas, conversaciones, teléfonos, imágenes, titulares sin más, sin determinarnos a leer el texto completo del artículo. Vídeos, flashes, improntas e impresiones.
Quizá anhelamos lo que San Juan de la Cruz obtuvo «le di a la caza alcance», esa serenidad, esos tiempos felices sin medida de tiempo.
Las escenas de las niñas limpiando, el padre recortando su reseña, ver a Miguel leyendo el periódico bolígrafo en mano… Nos hablan de actitudes, de formas de ser, de sana independencia, de cultivo propio, de «mi tiempo es mío y para mí», de serenidad.
Padres, madres, amigos, personas así, ajenos a las prisas, saben y han sabido vivir ¡Vaya! y de qué manera.
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