Pocos temas suscitan tan enconado debate como la presunción de inocencia. La teoría es que todos vemos en este principio una de las claves, no solo de la democracia, sino de la civilización humana mínimamente civilizada. En la práctica, sin embargo, la presunción de inocencia es un lujo. Y, desde luego, un privilegio que no tienen los presuntos culpables de algunos delitos concretos.
El 27 de febrero del año 2000 Suzanne Blanch, una mujer de 38 años casada y madre de tres hijos, desaparece sin dejar rastro. Al poco tiempo, su marido, Jacques Viguier es detenido como primer sospechoso. Empieza un calvario judicial que durará más de una década. A Viguier se le juzgó dos veces: la primera le absolvió un jurado, la segunda, un juez. Entre medias, prisión, linchamiento mediático y la angustia de una familia absolutamente dividida entre los que creen que Jacques es culpable y los que piensan que es inocente.
La presunción de inocencia es un privilegio que no tienen los presuntos culpables de algunos delitos concretos.
Entre los convencidos de su inocencia está Antoine Rimbaud, el director de este absorbente thriller judicial (Una íntima convicción), que asistió al primer juicio. De su asombro al comprobar cómo puede acabar un hombre condenado sin pruebas nació el deseo de recrear este caso en la pantalla grande. Para ello inventó un personaje –una de las pocas licencias ficticias de la cinta- y trabajó un interesantísimo guión centrado en el segundo juicio.
A pesar de seguir a pespunte el proceso, y entrar en un sinfín de detalles jurídicos, la cinta se sigue sin pestañear: por una parte porque hay detrás mucho y buen trabajo de “traducción” de estos detalles jurídicos a imágenes y recursos dramáticos. Por otra parte, hay también una soberbia dirección de actores. La pareja protagonista –Olivier Gourmet y Marina Fois- llenan la pantalla, pero la interpretación de cada uno de los secundarios –y hay muchos- está cuidada al detalle.
Estamos ante una de esas películas que estimulan el debate porque realiza una lúcida disección no solo del sistema judicial, sino también del papel de los medios de comunicación –dictando sentencias meses y años antes que los jueces- y el de la propia sociedad civil que muchas veces se deja llevar por simpatías o antipatías sin buscar lo único que, realmente, debería importar en estos casos: encontrar la verdad.
En ese sentido, se le puede reprochar a la película que, en el tratamiento de uno de los personajes, caiga precisamente en aquello que quiere evitar: terminar juzgando sin pruebas o con pruebas muy escasas. Aunque esto, que podría verse como un fallo del guión puede ser también muestra de la verdadera intención de la película: hacernos ver como al final todos somos un poco jueces que condenamos según nuestros prejuicios, simpatías o puntos de vista y que al final va a ser cierto eso de que proteger la presunción de inocencia es cosa de todos, y no solo de los que aplican las leyes.
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